Una defensa de la soledad

“¡Déjenme solo! (Chesterton, 2007, p. 111).

Cuántos niños irritados o agobiados lo gritan con toda naturalidad. Cuántas veces también nosotros quisiéramos expresarlo, con calma o como sea. Más no nos atrevemos, puesto que, como afirma Chesterton -quien recoge tal experiencia- esto significaría contradecir las convenciones actuales (cfr. Ídem). ¡¿Quién se animaría a semejante cosa?!

Y, sin embargo, lo necesitamos. Necesitamos algo o mucho de soledad, aún más, de silencio.

En lo personal, y como me sucede habitualmente con los libros, este ensayo de Chesterton en que quiero detenerme, viene acompañado de varias lecturas que nutren e  iluminan providencialmente cierta situación, en este caso, la necesidad de apartarme un poco de tanto ruido, de tanta agitación social. No sé si todos quienes están ahora leyendo este artículo experimentarán lo mismo, pero seguramente acordarán conmigo en que el ruido y la agitación son fenómenos tan actuales como preocupantes.

Por lo pronto, Chesterton no tomó a broma el asunto.

En la última obra que publica en vida: “El pozo y los charcos” (1935), refiere las siguientes palabras introductorias:

“De lo que aquí se trata es que todos estos ensayos están escritos bajo el signo de la polémica, y en consecuencia disgustarán necesariamente a aquellos con los que diferimos sobre cualquier tema y aburrirán a aquellos a los que el tema les es indiferente.” (Op. Cit., p. 11)

Aunque me cuesta pensar que alguno de sus ensayos resulte aburrido o su temática intrascendente, aunque más no sea para hablar de algo que suele considerarse erróneamente de tal modo como la cuestión de la soledad, sí es cierto que resulta polémico. Al menos para algunos.

Los mismos ilustrados del contrato social, quienes abogaron por una sociedad entendida como artificio humano, y no como relación natural propia de seres racionales, serían los primeros en oponerse. Justamente quienes quebraron las bases del orden social y pretendieron levantarlo desde una razón autónoma como condición de progreso; quienes idearon un orden social nuevo (moderno) signado por el legalismo, el activismo y tantas otras cosas, es a los primeros que cita Chesterton como opositores. Estos, afirma, pretenderían que el reclamo de aquél ser insatisfecho con la vida social dijese: “¡Déjenme disfrutar la fraternal solidaridad de una vida social más organizada! (…) Déjenme correr con una multitud que está capacitada para alcanzar los más altos puestos” (Op. Cit., p. 111). Pero, probablemente es lo que menos quiere decir tal reclamo. Ese ser insatisfecho -en cuanto adulto- de lo que está más harto es de tanta organización moderna y tanta agitación exitista.

Por eso, este gran pensador inglés sabe que su obra será polémica, y advierte que también es seria, muy seria. “El pozo y los charcos”, –mejor aún: la obra de toda su vida- ha sido polémica justamente por ser apologética; sin embargo es al final de su vida donde –explica- se ve en la necesidad “desafortunada” (Cfr. Op. Cit., p. 12) de, además, ponerse serio. “Bromas aparte” pensó titular este compendio de ensayos, pero creyó que lo tomarían a broma.

Su última obra fue tanto en contenido –como siempre lo ha sido- como en estilo, una obra seria. Por ello, sin ánimo de bromear, escribió un ensayo titulado: “Defensa de los ermitaños”. Importante hubo de ser, si ha querido escribirla aún después de una prolífica vida literaria variada en temas –como él dice-. Este ensayo no fue un chiste, pero sí polémico en medio de una sociedad masificada.

En el mismo, confronta y describe, con la agudeza que lo caracteriza, esa experiencia actual -me animo a decir tuya y mía- en el trajín diario. Aquella que consiste en que

“cuando la gente meramente se zambulle de apretujón en apretujón, de gentío en gentío, no descubre la alegría positiva de la vida. (…) como los que siempre están hambrientos porque no pueden digerir su comida y, como esos hombres, están enojados” (Op. Cit., p. 115).

No es necesario que aluda a ningún ejemplo, imagino que ya, querido lector, recordaste varias situaciones de corridas y ansias bastante tortuosas.

Hay, en ese correr “tumultoso” y demasiado “organizado” o convencional, aspectos poco humanos. Parece que tanto enojo tiene algo que ver con aquella pregunta retórica que, el autor, suelta en la conclusión. Aquella refiere al hecho de que parece haber en los eremitas algo como si la soledad les hubiera mejorado el carácter (Cfr. Op. Cit., p. 116). Parece que “el hombre del desierto a menudo tenía un alma que era como un pote de miel de humana benevolencia” (Op. Cit., p. 115).

Incluso, nuestro autor, se anima a sentenciar que “La sociedad es un medio de convertir a nuestros amigos en conocidos” (Op. Cit., p. 114), lo cual no se encuentra lejos de esa otra frecuente experiencia que surge al encontrarnos con una agenda atiborrada de actividades sin espacio para tomar un café con un amigo.

Por ello alude en un mismo ensayo a las deficiencias de las ideas modernas sobre la sociedad juntamente con la referencia – tal como su realismo lo habilita- al hombre común, a la naturaleza del hombre concreto.

Alguien podría agregar, sin embargo, que llama su atención tal defensa en quien ha custodiado siempre al hombre comunitario –la familia, la escuela, la Iglesia-; a ello respondo, para que pueda continuar tranquilamente la lectura, que no debiera sorprenderle que quien maneja la paradoja con tal habilidad, y sobre todo, quien mira la realidad sin antimonias modernas, pueda ver tan bien la coexistencia y complementariedad de aparente polaridad. Por ello se atreve a afirmar que “La razón por la cual hasta el ser humano normal debería ser medio ermitaño es que esa es la única manera en que su mente pueda tomar media vacación. Es la única manera de divertirse incluso con los hechos de la vida”, y agrega: “Es lo que más se parece a desempacar el equipaje” (Op. Cit., p. 114).

Al punto.

Mas me atrevo a usar otra analogía –aún con sus límites, que espero sepa el lector disculpar- para expresar las riquezas, probadas por varios, que se ocultan en la soledad y silencio, tanto para el trato benevolente con el otro como para “ver mejor” en medio de una época poco realista.

Algo –más bien, Alguien- se esconde allí.

Los avezados en el arte del “trotamundismo” -permítanme ese sustantivo-, estarán de acuerdo conmigo en que conocer una nueva ciudad, conocerla realmente, exige “perderse”. Tener al menos la disposición para ello.

Salirse de los caminos habituales a los turistas, cómodos y fáciles, registrados en los mapas con amplios accesos y servicios, es ciertamente un acto de valentía.

Salirse de esos caminos para entrar por otros, más angostos e inciertos, que se internan en zonas menos bulliciosas, menos multitudinarias y estridentes, tiene su riesgo, pero también hay en ellos como el llamado de una promesa. Esos caminos aparecen de imprevisto arrastrándonos misteriosamente mediante el eco interior que nos despierta algún color particular, paisaje, aroma, guiando nuestros pasos sin que advirtamos demasiado hacia dónde… hasta que el “hechizo” se rompe. Parece que se rompe porque es hora de retornar.

Pero esos caminos que prometieron una sorpresa, cumplieron. El “hechizo” no se rompió del todo: retornamos distintos porque nos hemos perdido.

Algo así le sucedió a San Benito de Nursia (s. V-VI), San Francisco de Asís (s. XII-XIII), San Ignacio de Loyola (s. XV-XVI), sólo por nombrar algunos de esos santos que en medio de épocas caóticas, confusas y turbulentas decidieron apartar sus pies de los senderos por los que el mundo prometía éxito a fin de dejarse sorprender, y sorprender al mundo.

San Benito, quien se dirigía a Roma a convertirse en insigne hombre de leyes, “echó el pie atrás” (Peretó Rivas, 2021, p. 52) al ver lo que era por aquél entonces, devastada por las invasiones bárbaras, aquella ciudad populosa y dada a los vicios. Decidió perderse, salirse del camino y refugiarse en una cueva a unos pocos kilómetros de allí, en Subiaco, durante 3 años, viviendo en soledad y oración. Hoy, en ese mismo lugar se halla un Monasterio, en cuyo Santuario se encuentra la siguiente inscripción medieval: “Continúa buscando en las tinieblas la luz fúlgida, porque sólo en lo profundo de la noche centellean las estrellas”.

Ese joven, al salir renovado de aquél desierto, edificó, ordenó y levantó, junto a quienes se le unieron, a la misma Europa. Europa de la que él siempre será patrono.

Más adelante otro joven, San Francisco de Asís, se alzó como modelo restaurador del cristianismo sufriente, en medio de una época de herejías y apostasías. Tras un duro golpe personal abandonó los pasos del caballero sediento de gloria, para ser el santo juglar sediento de Dios. Dice de él Chesterton,

“en un momento el infeliz muchacho parece haber desaparecido como tragado por la tierra en una caverna o sótano donde estuvo sumido en la oscuridad sin esperanza. Sea como fuere, aquél fue su instante más negro; el mundo entero yacía sobre él. Cuando emergió, quizás aunque sólo gradualmente, la gente se percató de que algo había acontecido” (Chesterton, 2014, P. 25).

Y con aquél acontecimiento, tampoco la historia volvería a ser la misma.

Otros tantos siglos después, durante el terrible cisma protestante, surgió firme la figura reformadora de San Ignacio de Loyola. Un año estuvo convaleciente, destrozado por esas “cosas del destino” que lo alejaron de aquella carrera de caballería, fama y vanidades. Internado en lecturas y discernimientos, tomó la decisión de abandonar la ruta de Loyola para emprender la de Jerusalén, deteniéndose incluso un año más en una cueva en Manresa. Allí se le revelaron, envuelto en la noche silenciosa, los Ejercicios que permitirían a tantos recorrer caminos de conversión.

Ni San Benito, ni San Francisco, ni San Ignacio supieron anticipadamente cuál era la sorpresa que los llamaba por un camino distinto, solitario, silencioso y escondido, pero ninguno de ellos diría que fue un camino que concluyó en la melancolía, que los separó irreversiblemente de los demás o que careció de fruto social.

Atinada la observación de Chesterton que dice:

“El ermitaño lo era porque era más y no menos humano que sus congéneres. No se trata solamente de que creyera que se podía llevar mejor con un león que con gente empeñada en echarlo a los leones. También resulta que quería más a los hombres cuando estos lo dejaban solo.” (Chesterton, 2007, p. 114)

Puesto que “Es en la sociedad que los hombres pelean con sus amigos; es en la soledad que los perdonan” (Op. Cit., p. 115)

Y es que, aunque probablemente a la mayoría de nosotros no se nos dé por pasar años en una cueva, como un llamado sobrenatural o una forma de “escapismo” humano, los tiempos de soledad, silencio y recogimiento, poco aptos a “turistas” curiosos y frenéticos o buscadores de fama y éxito mundano, son especialmente necesarios. Requerimos espacios de soledad y silencio para evitar la asfixia y la locura, va a decir el autor. Porque así como en aquel entonces “la sociabilidad de tipo convencional se había convertido en una asfixia social” (Op. Cit., p. 113) que ahogaba los verdaderos anhelos de citados santos, así también hoy, en este mundo moderno, dado aún más a la disipación, la aceleración, la confusión y la exterioridad, puede ahogar los nuestros y perdérsenos la sorpresa que nos despierte al auténtico modo de vivir. La bifurcación de los caminos aún se puede distinguir.

No es en el bullicio público donde se realizan los cambios profundos, sino que, es “en el silencio donde suceden los grandes acontecimientos” (Cfr. Guardini en Sarah, 2017)

Bibliografía

  • Chesterton, G.K. (2007). El pozo y los charcos. Ágape: Buenos Aires.
  • Chesterton, G. K. (2014). San Francisco de Asís. Sudamericana: Buenos Aires.
  • Guardini, R. El Señor citado en Sarah, R. (2017). La fuerza del silencio, frente a la dictadura del ruido. Palabra: Madrid.
  • Peretó Rivas, R. (2021). El nacimiento de la cultura cristiana. Lectio: Córdoba.

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