La entrega a la Patria

Existen temas susceptibles de volverse especialmente sensibles cuando las circunstancias oprimen, por ejemplo el que aquí trataremos: el patriotismo. Confieso, por ello, que escribir este artículo me ha llevado su tiempo, por lo que se vuelve justo darle comienzo con una advertencia. Esta es: amar la Patria implica necesariamente sentir, en algún momento, el aguijón del dolor. 

Es posible que dicha afirmación despierte rebeldías, no pretendo sentirme ajena a ello. Pero también, y la historia lo atestigua, las mayores entregas. Por esto, es cierto que tal dolor, aun en el mundo actual signado por el desarraigo, es un hecho. En consecuencia, parece ser que el amor a la Patria -si realmente se ama- conlleva, como todo amor, el ser puesto a prueba. 

San Juan Pablo II, en una entrevista compilada bajo el título Memoria e Identidad, respecto de su experiencia como polaco, afirmó: “Cualquier amenaza al gran bien de la patria se convierte en ocasión para verificar nuestro amor” (J.P. II, 2005, p. 87). Y sabemos que no fue un decir, sino el testimonio de quien no se mantuvo nunca ajeno al destino de su nación. Sufrió en y con ella. 

Amar significa querer el bien para alguien, ha dicho Aristóteles; y querer el bien  implica una serie, no menor, de exigencias, entregas y sacrificios. Aún más cuando la realidad de la Patria se ilumina desde la Fe como camino de Santidad. Así lo afirmó también el Santo Pontífice:

“Sabemos por experiencia, basándonos en la historia polaca, cuánto ha favorecido la idea de la patria eterna a la disponibilidad para servir a la patria temporal, preparando a los ciudadanos para afrontar todo tipo de sacrificios por ella, y sacrificios muchas veces heroicos”

(J.P. II, 2005, p.84)

Queda claro, entonces, que ante el dolor producido por el buen amor no está permitida la resignación o el desprecio. Aún menos, evidentemente, la traición.

Dicho esto, debemos ya ahondar y detenernos en precisar qué tipo de amor es el patriotismo. Si acaso un mero sentimiento o algo más. El término Patria, como es de común conocimiento, deriva del latín Pater y designa a la “tierra de nuestros padres”. Refiere, así, a aquello que se nos ha heredado. No a algo merecido, no a algo que hemos construido nosotros, sino a algo trabajado con esmero por quienes nos precedieron; algo que se ha levantado con el sacrificio, el tiempo, los sueños, en definitiva, la vida, de tantos otros, para poder legárnoslo. 

Por ello, en primer lugar, la Patria es un regalo. Un regalo, además, dispuesto por Dios Providente. De allí que nuestra primera actitud ha de ser la de una sincera gratitud. 

Podríamos decir más, y afirmar también que Patria es esa realidad que nos engendra; ese patrimonio territorial, pero también espiritual -como dice San Juan Pablo II- que nos constituye; que forma parte de nuestra personalidad, de nuestro carácter, también de nuestros horizontes. La Patria es verdaderamente la cuna que nos cobijó. 

Amar la Patria es amar nuestra infancia. Rememorar y preservar la tierra que nos alimentó, que nos admiró, que nos permitió jugar en sus ríos y mares, al cobijo de montañas, sierras, cielos azules. Que formó nuestros paladares, nuestros oídos… también nuestras debilidades y fortalezas. Que permitió los encuentros en familia, con amigos, con maestros. Nos ha entretejido de historias que confluyen en una historia nacional y en la nuestra. Patria somos nosotros, Patria son los que amamos, Patria son los que comparten la herencia.

Así, el patriotismo implica gratitud, pero también justicia, por el reconocimiento de la deuda que debemos. Don y misión. 

Citando nuevamente al Papa polaco, 

“Si se pregunta por el lugar del patriotismo (…) la respuesta es inequívoca: es parte del cuarto mandamiento, que nos exige honrar al padre y a la madre. Es uno de esos sentimiento que el latín incluye en el término pietas, resaltando la dimensión religiosa subyacente en el respeto y veneración que se debe a los padres, porque representan para nosotros a Dios Creador. (…) El patriotismo conlleva precisamente este tipo de actitud interior, desde el momento que también la patria es verdaderamente una madre para cada uno.”

(J.P. II, 2005, p. 86)

En definitiva, amar la Patria es un acto de justicia y de justicia desproporcionada, ya que nunca podremos devolverle plenamente el habernos engendrado. Sin embargo, estamos obligados a devolverle, a cuidarla, a engrandecerla. A entregarle a las futuras generaciones lo que a nosotros se nos ha dado, pero mejor.

Esto no significa carecer de una mirada crítica. De más está decir que el dolor es consecuencia, muchas veces, de la injusticia de quienes traicionan este amor. De allí que Chesterton supo decir respecto del amor a su tierra, 

“Sin embargo, me propongo seguir enorgulleciéndome de Chaucer, de Shakespeare y de Nelson; sentir que los poetas en verdad amaron el idioma que yo amo, y que el marino sintió algo de lo que nosotros sentimos por el mar. Pero, si aceptamos este mítico ser colectivo, este yo mayor, debemos aceptarlo de una vez por todas. Si nos jactamos de lo mejor, debemos arrepentirnos de lo peor. De otro modo, el patriotismo será una pobre cosa”

(Chesterton, G.K., 1996, p. 48)

Arrepentirnos, parece ser parte de lo que debemos a la Patria por justicia. Arrepentirnos por haber perdido muchas veces la esperanza, por habernos quejado tantas veces creyendo que la grandeza de la Patria consiste meramente en la pujanza económica o en banalidades; por haber escatimado tantas veces en generosidad, en esfuerzo y sacrificio personal, o por haber pensado que la Patria se construye únicamente en las decisiones de los gobernantes, las que a veces nos son inalcanzables. 

Qué gran bien nos haría escuchar todavía hoy, en cualquier plaza, a aquel griego, un tanto excéntrico, que eligió la pobreza, la calumnia y la muerte como pago de su amor a la verdad, su servicio fiel a la divinidad y a sus conciudadanos. Aquel viejo griego que murió honradamente -así nos cuentan- como modelo paradigmático de quien se contenta con servir y amar. Quien, ante todo, reconoció que la grandeza de la Patria se consigue con educación, virtud y religiosidad. 

Sócrates, este filósofo querido incluso por los Padres de la Iglesia, afirmó a viva voz en el Ágora: 

 “es preciso que sepáis que esto es lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien, que ha disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo al Dios. Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de que nacen todos los demás bienes públicos y particulares”

(Platón, 1871, p. 69)

Es la virtud el canal para otros bienes, es la virtud el bien común que se ha de desear por amor a la Patria. La virtud hace a una nación más humana y perfecta; y si es Virtud, con mayúscula -si es gracia- la hace, además, santa. Por ello, ante las crisis y el dolor, deberíamos también examinarnos y preguntarnos si nuestro patriotismo es auténtico, si hay allí amor virtuoso o simplemente nos hemos aprovechado del don recibido, en definitiva, de mis compatriotas, minando paulatinamente el bien común.

Porque patriotismo significa “amar todo lo que es patrio: su historia, sus tradiciones, la lengua y su misma configuración geográfica. Un amor que abarca también las obras de los compatriotas y los frutos de su genio” (J.P.II, p. 86).

Es recién entonces cuando aquella conocida sentencia chestertoniana adquiere todo su sentido:

“Los hombres no amaron Roma porque fuera grande, fue grande porque la amaron”.

(Chesterton, G.K., 1998)

Amar a la Patria, hoy, exige virtud, resistencia, perseverancia; exige entrega, sacrificio -en la medida que nuestra recta conciencia nos lo dicte-. Exige empezar desde nuestro lugar a restaurarla con esperanza y confianza en un Dios que no abandona la obra de sus manos.

Lady Innocent

BIBLIOGRAFÍA

Chesterton, G.K. (1996). Acerca del patriotismo, en: El hombre común. Argentina: edic. Lohlé-Lumen.

Chesterton, G.K. (1998). Ortodoxia. México: edit. Porrúa.

Juan Pablo II. (2005). Memoria e identidad. Madrid: Planeta.

Platón. Apología de Sócrates, en: Azcárate, P. (1871). Obras completas (tomo 1). Madrid.  En: https://www.filosofia.org/cla/pla/img/azf01043.pd

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