por Magdalena Yunes
El Problema del Dolor de C. S. Lewis, es uno de esos libros capaces de llevar al lector mucho más allá de una mera reflexión intelectual. Este ensayo ha cambiado la vida de muchos, gracias, no sólo al tema que trata, sino también a la forma en que lo hace.
Sabemos que nuestras vidas en esta tierra están atravesadas por dolor desde el inicio hasta el final. Sin embargo, esta certeza junto con la de que todo sufrimiento es pasajero, parecen no ser suficientes para resignarnos frente a la inevitable realidad del dolor. Cuando este llega, y sobre todo cuando perdura en el tiempo, surgen en nuestras mentes y corazones miles de preguntas, cuyas respuestas no son simples ni fáciles de hallar. Pienso que, especialmente en esos momentos, esta obra de Lewis arroja algo de luz sobre la cuestión.
Quisiera presentar a continuación algunas de las ideas que el autor desarrolla en su ensayo a partir de reflexiones propias sobre las concepciones equivocadas que a veces tenemos sobre el dolor. Desde una perspectiva cristiana como la de Lewis, quisiera hablar de dos cosas que el dolor no es.
Como advierte el mismo Lewis al iniciar su obra, debo decir también que “mi vida no está a la altura de mis principios” (Lewis, 2001, p.11) . Quizás por eso sea necesario para mí volver sobre estas lecturas. Mi intención no es llegar al fondo del drama del dolor humano en unas cuantas líneas, sino ofrecer unas pocas ideas. Y si bien espero que el lector pueda sacar algún bien de estas palabras y tal vez (re)encontrarse con esta obra de Lewis, como él tengo la certeza de que en realidad “allí donde el dolor nos toca, un poco de coraje sirve más que mucho conocimiento, un poco de compasión más que mucho coraje, y la menor traza del amor de Dios más que todo lo demás” (p.12).
1. El dolor no es un accidente en los planes de Dios
En primer lugar, creo que es importante procurar entender que el dolor no es simplemente un accidente, algo que salió mal y halló a Dios desprevenido de alguna forma (como muchas veces lo hace con nosotros). La realidad es que nada escapa a los designios de la Divina Providencia. Sería absurdo pensar que Dios creó el mundo y de repente el hombre lo sorprendió con el pecado y sus consecuencias; entre ellas el dolor, desde luego. Lewis (2001) nos dice en el capítulo V de “El problema del dolor” que es ridícula la idea de que “la caída tomó a Dios por sorpresa y trastornó su plan, o […] que Dios planificó todo para condiciones que, bien lo sabía, jamás iban a producirse” (p.93). Y agrega que “de hecho, por supuesto, Dios vio la Crucifixión en el acto de crear la primera nebulosa” (p. 93).Es decir, que el Señor sabía exactamente lo que hacía cuando creó al hombre y le dio el don de la libertad. Y podríamos decir también, que sigue sabiendo lo que hace hoy en día, en el mundo y en la vida de cada uno.
¿Podría Dios evitar el dolor? Lewis responde a esta pregunta en su ensayo de dos maneras. Por un lado, el autor explica en el capítulo II que Dios no puede evitar el dolor en tanto que no puede hacer cosas imposibles (Lewis, 2001). Esto no constituye en forma alguna una falla o carencia de su poder pues, como nuestro autor aclara, la omnipotencia divina consiste en
“poder para hacer todo lo que es intrínsecamente posible, no para hacer lo intrínsecamente imposible. Se le pueden atribuir milagros, pero no actos sin sentido. Esto no significa un límite a su poder. Si se elige decir: «Dios puede dar libre albedrío a una criatura, y al mismo tiempo negárselo», no se ha logrado decir nada acerca de Dios… Sigue siendo verdadero que todas las cosas son posibles para Dios: las imposibilidades intrínsecas no son cosas, sino negaciones del ser” (Lewis, 2001, p. 31).
Por otro lado, más adelante, en el capítulo V, Lewis plantea que, que Dios hiciera milagros constantemente para detener las consecuencias de nuestras malas elecciones, “habría significado que rehusaba el problema que se había planteado a sí mismo cuando creó el mundo: el problema de expresar su bondad a través del drama total de un mundo habitado por agentes libres, a pesar de, y por medio de, su rebelión contra Él”(p. 93). Sabemos que Dios no se contradice, no deshace sus obras, y es que su grandeza es tal que, no sólo tiene todo previsto, sino que al decir de San Pablo “dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rm 8,28) Es decir que, como trataremos a continuación, Dios puede servirse y, de hecho, se sirve del dolor para nuestro bien, y le da sentido.
2. El dolor no es un sinsentido
Es importante en primer lugar tener presente que Dios no quiere el dolor por sí mismo, el dolor no es un bien. Lo que realmente ocurre es que Dios permite el dolor en nuestras vidas para sacar bienes mayores. Su providencia bondadosa es la que le da sentido, la que lo usa a nuestro favor. Nuestro creador no permite el dolor, pero no lo permite sin un propósito, y un propósito digno de su sabiduría y sobre todo de su bondad.
Puede resultarnos difícil comprender todo esto, pero, como refiere nuestro autor en el capítulo III, “si Dios es más sabio que nosotros, su juicio debe diferir del nuestro en muchas materias, entre las que no son las menores el bien y el mal” (Lewis, 2001, p. 41), y podríamos agregar, que tampoco con respecto de aquello que más nos conviene en cada momento. Sin embargo, el panorama no se nos presenta completamente indescifrable, y pienso que algunas de las ideas que Lewis desarrolla para ayudarnos a pensar cómo se concilia la experiencia del dolor con la bondad divina, puede entenderse también como ejemplos de estos sentidos que Dios da al dolor, estos bienes que es capaz de sacar del sufrimiento que permite.
A través del dolor, Dios nos hace mejores, para poder amarnos más, y que le amemos más también. Lewis presenta una serie de comparaciones para intentar explicar el amor a Dios. La primera es comparando a Dios con un artista, que con su obra más grandiosa y más querida “se tomará infinidad de molestias y, sin duda alguna, le provocaría infinidad de molestias al cuadro si este fuera sensible.” (Lewis, 2001, p. 47). Nosotros somos esa obra, ese cuadro, y como agrega el autor “es fácil imaginarse un cuadro con conciencia y sensibilidad, tras ser frotado y raspado por enésima vez, deseando ser apenas un bosquejo que se termina en un minuto. De la misma forma es natural para nosotros desear que Dios hubiera tenido en mente para nosotros un destino menos glorioso y menos arduo; pero, entonces, estamos deseando no más amor, sino menos.” (pp. 47-48)
Dios también nos muestra la necesidad que tenemos de él, para que vayamos, o volvamos, a Él, porque sabe que ahí radica nuestra felicidad. Muchas veces no deseamos a Dios bastante, no buscamos nuestra felicidad en Él como debiéramos. Y Él, que nos ama, y se interesa más por nuestro bien que nosotros mismos, permite muchas veces el dolor para que acudamos a Él, y redescubramos que en Él nada nos falta. En el capítulo VI, Lewis desarrolla esta idea diciendo:
“Todos han advertido cuán difícil es volver nuestros pensamientos a Dios cuando todo va bien en nuestras vidas. “Tenemos todo lo que deseamos” es una frase terrible cuando “todo” no incluye a Dios. Como dice San Agustín en alguna parte: “Dios desea darnos algo, pero no puede porque nuestras manos están llenas; no encuentra dónde colocarlo”. O, como dijo un amigo mío, “pensamos en Dios como el aviador piensa en su paracaídas: está ahí para las emergencias, pero espera no tener que utilizarlo nunca”. Ahora bien, Dios, que nos ha hecho, sabe lo que somos y que nuestra felicidad está en Él. Y sin embargo, no la buscaremos en Él mientras nos deje cualquier otro recurso donde sea siquiera posible buscarla. Mientras lo que llamamos “nuestra propia vida” se mantiene agradable, no la entregaremos a Dios. ¿Qué puede hacer Dios, entonces, por nuestro bien sino hacer “nuestra propia vida” menos agradable para nosotros, y hacer desaparecer la posible fuente de falsa felicidad?” (pp. 106-107)
Estas palabras son más sencillas de aplicar a unas situaciones que a otras. Quizás estarían muy bien para un dolor de cabeza, una gripe, la pérdida de algún objeto de valor. Sin embargo, podrían parecer casi crueles dichas a una buena mujer que ha quedado viuda muy joven, o a un padre de familia trabajador que económicamente lo ha perdido todo. Lewis ve con claridad este problema y a continuación ofrece una respuesta: “Permítame suplicar al lector que intente creer, aunque sea por un momento, que Dios, que hizo a esas personas tan meritorias, puede estar realmente en lo correcto cuando piensa que su modesta prosperidad y la felicidad de sus hijos no son suficientes para hacerlos bienaventurados; que todo eso terminará por abandonarlos, y que si no han aprendido a conocerlo, serán profundamente infelices. Y así les envía tribulaciones, haciéndoles saber de antemano de un vacìo que algùn dìa tendrán que descubrir”(pp. 106-107)
Finalmente pienso que es importante preguntarnos si realmente somos conscientes de lo que implica, de lo que significa, que el Señor del Universo nos ame, que le llamemos, y verdaderamente sea, Nuestro Padre, que quiere nuestro bien, nuestra felicidad plena. Creo verdaderamente que las palabras más poderosas de este ensayo de Lewis, no son, en realidad, aquellas que nos ayudan a entender el dolor, sino las siguientes:
“Cuando el cristianismo afirma que Dios ama al hombre, quiere decir precisamente eso: que Dios ama al hombre, no que tiene un cierto interés «despreocupado» —puesto que realmente indiferente— por nuestro bienestar, sino que en verdad –en una terrible y asombrosa verdad– somos los objetos de su amor. Pedimos un Dios amoroso, pues ahí lo tenemos. El gran espíritu al que con tanta liviandad invocamos, «el señor de terrible aspecto», está presente; no una benevolencia senil que aletargadamente nos desea que seamos felices a nuestro modo, ni la helada filantropía del juez meticuloso, ni los cuidados de un anfitrión que se siente responsable del bienestar de sus invitados, sino el calcinante fuego, el Amor que hizo los mundos, persistente como el amor del artista por su obra y despótico como el amor de un hombre por su perro; previsor y venerable, como el amor de un padre por su hijo; celoso, inexorable y demandante, como el amor entre ambos sexos.” (p.52)
BIBLIOGRAFÍA
Lewis, C. S. (2001) El problema del dolor. Editorial Andrés Bello