La vida interior: una invitación al padecimiento

Aunque no lo parezca todos tenemos una vida interior. Y más aún, todos hacemos experiencia de ella, querámoslo o no. Pero debemos aclarar a qué nos referimos. Vida interior es aquello que poseemos los seres que no estamos reducidos a la materia. Esta vida sólo es propia de los seres espirituales. A diferencia de los objetos inanimados y de los seres vivos que están limitados por la materia (como los vegetales y animales), el hombre posee, además del cuerpo, un alma espiritual. Puede reflexionar y experimentar una profunda interioridad a partir de este regalo, este don que es la vida interior.

Si poseer un alma espiritual es un don, por lo tanto, aquello que se da por añadidura también lo es. Pero si es un don, una gracia, un regalo, no es exigido, pues lo propio de una donación es la gratuidad, está más allá de toda condición previa. Simplemente se entrega, y uno la recibe.

Una cuestión importante es si esta vida que se recibe puede ser abrazada con gusto o simplemente “guardada en un cajón” pasando, de alguna forma, al olvido… Y más allá de la respuesta que pueda darse a este dilema intentaré expresar a continuación qué consecuencia trae adoptar cada una de estas actitudes en torno a la experiencia del bien y el mal.

Como bien saben, el mal es la ausencia de un bien debido. Una ausencia donde debería haber presencia de algo bueno, un vacío donde debería haber algún tipo de plenitud. Si hablamos de males es porque en su misma noción destacamos una negatividad que viene a molestar, a quitar protagonismo a un bien, a algo positivo.

Antes de seguir, es importante remarcar que esto no pretende ser una pura teorización de algo que a toda persona le toca experimentar en carne propia en algún momento de su vida, en mayor o menor grado de intensidad. Pensar en el bien y en el mal, más allá de su conceptualización, no debe hacernos olvidar que siempre implica personas, que gozan o sufren esto. Es una experiencia vital. Una experiencia de nuestra vida interior.

Dicho esto, podemos imaginarnos situaciones de nuestra vida cotidiana para intentar ejemplificar las dos posturas que una persona puede tener ante el mal: afrontarlo cara a cara o intentar disminuirlo hasta borrarlo de su presencia. Quien tenga esta última actitud frente al mal podrá decir que no es afectado, que de alguna manera “las balas no lo atraviesan”. Llamamos a alguien así con el título de apático. Esta palabra, si la dejamos que nos revele su sentido profundo, nos muestra una etimología que hace referencia al no-padecer. “Nada me afecta”. Es la actitud que alguien termina por adquirir para que el sufrimiento aminore, hasta desaparecer. Para afrontar el mal.

Ahora bien, esto que parece ser una victoria contundente acaba por convertirse en una verdadera pesadilla cuando se reflexiona profundamente sobre sus implicancias. El problema radica en que si alguien deja ya de padecer, es decir, se “seca” de todo afecto que lo malo produce en él, acaba también por “secarse” de todo afecto que el bien pueda producir en él. Alguien que debilita tanto su vida interior como para ya no sufrir el mal, para no padecerlo más, acaba por convertirse en alguien incapaz de dejarse afectar por el bien, pues este último, vivido intensamente, también es padecido, de manera gozosa claro está. La otra cara de la moneda de una vida apática, insensible al mal, es una vida insensible al bien.

Pero consideremos la otra actitud: afrontar el mal cara a cara. Quien decide mirar a los ojos al mal definitivamente es alguien que padece, pues para considerar al mal como malo hay que tomarlo como lo que es, no relativizarlo. Y esto implica no perder nuestra sensibilidad ante él. Esto no implica un masoquismo que goza sufrir o una especie de plan para volvernos Hércules. No. Implica tomar conciencia que el mal debe ser combatido, y para ser combatido hay que estar dispuesto a sufrir heridas.

No puede haber lucha contra el mal si no se tiene una vida interior intensa. Esto implica la capacidad de gozar de los mayores bienes, realmente padecerlos, dejar que nos afecten para verdaderamente disfrutar de ellos, aunque por otro lado también nos volvamos sensibles a lo malo. Quien quiera tener una fructífera vida interior, gozar del bien de esta vida que se nos regala, debe estar también dispuesto a padecer el mal, ya que quien se hace sensible a lo bueno no puede sino comenzar a repugnarle cada vez más lo malo. Una intensa vida interior que goza del bien está abierta a la lucha.

El mal es algo terrible. Tanto, que el mismo Dios se encarnó para luchar contra él, por nosotros. Misterio admirable si habrá, ya que el mismo Dios no padeció las consecuencias del pecado original de ninguna manera, pero de alguna forma nos mostró que lo sufría porque nosotros lo padecíamos.

Una vida interior intensa es animarse a padecer, pues de otra manera no se puede afrontar el mal, luchar contra él. De lo contrario se acaba no sólo por no ganar la batalla sino por perder también el regalo del bien, el cual ya no se es capaz de disfrutar.

Atentamente,

el Sapiente Trovador

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