Julián Segura
Existen, tal vez de un modo un tanto reduccionista, dos clases de pasados.
Cuando nos referimos a la memoria, cada uno tiene una colección privada de recuerdos, de experiencias. La casa de la infancia, la calle, la familia, la plaza, los amigos, la escuela. Todo eso pertenece a un ámbito personal, interno, conformando un único mundo que muchas veces guardamos para nosotros mismos, que nos genera un sentimiento triste, nostálgico. Pero la nostalgia no debe ser entendida como algo indeseable, al contrario, es esa atadura hacia aquello que más queremos, que ha estado con nosotros desde un inicio, y que posee la fuerza necesaria para motivarnos a la defensa.
En ese sentido somos como Frodo, como Bilbo, como Sam, que, en su viaje, en aquel peregrinaje de purificación y descubrimiento, sienten en todo momento la desdicha de no estar en casa, en La Comarca, al calor de la fogata, rodeados de las voces y risas de sus conocidos, de la buena comida. En un mundo cada vez más aislado y más solo, y uno cada vez más viejo y más apagado, la añoranza de aquel pasado, que desde nuestros ojos grises del presente parece mucho más cargado de colores, se vuelve más un escape que un sentimiento. Nos aferramos a la nostalgia como lo único bueno, lo único deseable, desentendiéndonos del futuro. Esperamos encontrar cada día aquel aroma de las comidas en casa después de una tarde de juegos al rayo del sol; la caricia del pasto en nuestros pies en una tarde de verano; la sensación del agua al zambullirnos por entero.
Durante el viaje a Erebor o a Mordor, los hobbits sienten la nostalgia por la casa, por aquel pasado feliz. Eventualmente, aquel sentimiento, que en un primer momento los instaba a volver, a no involucrarse, es el que les da la fuerza para seguir. La lucha frente al mal se convierte en la defensa de lo propio, de la casa, símbolo y representación de lo bueno, de lo que se es querido, de aquello que debe perdurar. Los hobbits saben que las posibilidades de supervivencia son bajas, pero es el amor a sus semejantes, a su propia tierra, que es ahora el mundo, lo que les impulsa a seguir. “Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven”, es una de las últimas palabras que Frodo le dice a Sam antes de nombrarlo su heredero.
La historia de Frodo es triste, pues aquel anhelo de la casa, del pasado, queda irresuelto. A pesar de haber vuelto, el viaje lo ha cambiado tanto que no es capaz de disfrutarlo. Su sacrificio ha ido más allá de su propia vida, ha perdido aquello por lo que había luchado todo ese tiempo, y la recompensa no es para él, sino para aquellos a quienes él más quiere.
Y, en ese sentido, ¿qué sucede cuando aquel pasado no existe o se pierde? ¿Qué sucede cuando no hay casa, ni familia, ni amigos a los cuales añorar o querer volver? Sin importar las razones, cuando el pasado no supone una mejoría en comparación al presente, ¿qué sentido tiene la lucha? ¿Uno debe resignarse a la desdicha de no tener un lugar?
Al final de El Señor de los Anillos, Frodo emprende un viaje al Oeste, lejos de su amada Comarca, hacia las Tierras imperecederas. Ese otro pasado es el de los mitos, el de las grandes y antiguas batallas, el de la luz de los árboles, y que solo se revela a los hobbits gracias a los viajes, mediante historias o canciones. Aquel pasado glorioso se cimenta en valores que van más allá de lo terrenal, que explican y articulan toda la historia de la tierra, sus guerras enormes, sus batallas sangrientas, en una trama mucho más grande y ambiciosa que la individual o la simple colectiva. El pasado de la casa solo es posible gracias a los de otros que, creyendo en aquellos valores, forjaron una esperanza para el futuro.
En este mundo moderno se desprecia muchas veces lo antiguo por un falso avance, por lo nuevo, pero el valor del pasado, de los valores, sigue vigente para quienes estén dispuestos a aprender de él. Los hobbits desconocen el glorioso y terrible pasado de los árboles, de las batallas, del gran mal. El suyo es más terrenal, más hogareño, más palpable y cercano. Y, en ese sentido, cuando uno no posee ese pasado feliz, esa nostalgia por lo amado, aún puede cimentar nuevas bases en aquel otro pasado mítico, todavía real, que no conoció pero que le da la fuerza para construir un futuro feliz.
La nostalgia no antecede a la esperanza, no la necesita, pues si todavía se conserva la casa, solo precisa del valor para defenderla, mas no para construirla. El pasado mítico, a pesar del mal, tiene como condimento a la esperanza, a esa fuerza activa que invita a la acción de construir.
Tolkien no solo defiende los cuentos de hadas como una forma de renovación de nuestra visión del mundo y de liberación de la mente a través de la fantasía, sino que propone el consuelo del final feliz, de la llamada eucatástrofe. Aquel último giro beneficioso para el héroe, que resulta en su salvación, se fundamenta en una gracia que no es caprichosa, sino que es resultado del viaje y del sacrificio. De no estar sustentada en valores previos, podría considerarse un Deus ex machina en toda regla, pero está planteado de tal forma para que consideremos que hay algo más allá de nosotros que avala nuestras acciones si están dirigidas a ello. Aquellos arquetipos son los que encontramos en las grandes historias, que sirven de enseñanza en todos los tiempos.
Cuando Frodo vuelve del viaje a Mordor, se percata de que ha perdido para él a la Comarca, aquello que él más amaba, pero es recompensado con otro viaje que le dará paz el resto de sus días, no sin antes dejar su casa en buenas manos.
“Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro Rojo, y perpetuarás la memoria de una edad ahora desaparecida, para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro, y ame aún más entrañablemente el país bienamado”.