El año 1557 fue una bendición. Una bendición para los niños, una bendición para las escuelas y parroquias, una bendición para las familias, una bendición para los jóvenes, una bendición, en general, para la Iglesia.
La pregunta es: ¿Por qué ese año? Porque llegaría el santo de los niños. Llegaría el santo viejo. Llegaría, en una familia noble y honrada, José de Calasanz. Vendría al mundo en un pueblo pequeño y familiar llamado Peralta de la Sal.
¡Y cuanto agradecemos al Señor por la vida de aquel santo!
En una ciudad como Roma, que se esquivaba a los niños pobres, a los niños ignorantes y mal educados, a los vándalos y terribles, este santo que estaba de paso en busca de un alto cargo, los eligió.
Llegaba a Roma tras años de estudio en Estadilla, Lérida, Valencia y Alcalá entre otros, para solo buscar un papel que le permitiría permanecer en un alto puesto; pero ante el susurro de Dios: “Mira José, mira” y la voz del espíritu que permanecía en su corazón como un temblor, decidió cambiar su visión y a ellos, los niños más pobres, se abajó.
Rompería ese título para enseñarle a escribir y leer a los niños. Dejaría atrás su laborioso y honrado pasado para dedicarse a los más bárbaros de Roma, a los que nadie quería llegar, a los que nadie se animaba, a los que nadie entregaba su tiempo, él, Calasanz, les entregó sus estudios, su trabajo, su tiempo, su corazón, su vida. Todo para los niños más pobres.
1557 fue una bendición porque no solo nacía un hombre que se dedicó a lo que nadie quiso, sino que enseñó y educó a cuantos pudo al punto de permanecer hoy con sus colegios, al menos, en 35 países por todo el mundo.
Así transcurrió con una vida ejemplar y laboriosa repleta de virtudes, aventuras heroicas y hazañas grandiosas, san José de Calasanz.
Finalmente, la madrugada del 25 de agosto de 1648 Calasanz murió y fue al cielo. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, Jesús, Jesús”. Y apenas amaneció, un pequeño niño se enteró de la noticia. Corrió a la calle y comenzó a gritar con todas sus fuerzas… “¡Ha muerto el santo viejo!” Cuentan que aquel día fueron muchos los milagros que sucedieron en Roma. El más hermoso fue que Dios había regalado al P. José la corona de la santidad.
Ahora los niños tienen en el cielo un nuevo protector.