LO HEROICO Y LO DIFÍCIL: Lewis y los hombres sin corazón

“-No eres de aquí –dijo el Zorro- ¿Qué buscas?

-Busco a los hombres –dijo el Principito.”

(El Principito – Antoine de Saint-Exupéry)

Después de mucho tiempo, la Providencia nos vuelve a reunir en modestas divagaciones, y considerando que el año empieza, no podría ser mejor ocasión. Algunos tal vez recordarán un artículo de hace unos meses, en donde me dediqué a hablar de “Lo heroico y lo difícil”. Hoy me gustaría seguir escarbando en ello, con mayor profundidad.

“Lo bello es difícil” exclamaba rendido Sócrates cuando, después de un extenso diálogo, vio que Hipias no captaba nada de lo que intentaba explicarle (cfr. Platón, “Hipias Mayor”).

Ustedes estarán pensando: “escuchame una cosa: vos dijiste que ibas a hablarnos de heroísmo y empezás hablando de lo bello. Dejá de vendernos humo”. Sí, puede ser. Pero si seguimos detenidamente, veremos que la cuestión tiene mucho que ver al respecto. Esta vez acudiré al buen C. S. Lewis, y a su breve escrito titulado “La Abolición del Hombre” (1943). En esta ocasión no voy a hablarles sobre el sentido de la aventura, de los obstáculos, la forja, o el señorío de uno mismo. En esta ocasión, quiero proponerles otra clase de heroísmo.

“Busco a los hombres”:

Tras haber deambulado por el espacio y haber aterrizado en la Tierra, el Principito tiene su primer encuentro con el Zorro, quien lo interroga acerca de su propósito. Con tono interpelante, el niño le responde: “Busco a los hombres” (De Saint-Exupéry, 2007, p.78).  En efecto, el Principito busca a los hombres. Pero la obra de De Saint-Exupéry guarda un sentido más hondo: El Principito busca a los hombres porque el hombre se ha perdido. El ser humano se halla en una desesperante falta de rumbo. Las grandes innovaciones tecnológicas, las ostentosas tendencias del espectáculo, las luchas por la liberación y los derechos, no han podido llenar el vacío existencial que impera en el alma humana por encontrar un sentido. Así lo expresa Enrique Rojas: “El hombre actual está descontento porque ha perdido la brújula, el rumbo, y se siente bastante vacío. Hemos ido fabricando un cierto tipo de hombre cada vez más débil, inconsistente, que flota en un constante sinsentido.” (Rojas, 1992, p. 63).

“La Abolición del Hombre” ayuda a comprender este problema. Orientado explícitamente al rescate de la educación, este librito nace de un ciclo de conferencias dictadas por Lewis quien, movido por un sentido de urgencia, expuso una crítica en torno a los nuevos métodos de las escuelas inglesas. No voy a dar tantos detalles al respecto. Solo diré que en aquel entonces, Lewis, De Saint-Exupéry, y otros autores del estilo, se hallaban inmersos en un contexto donde primaba la exaltación de lo útil y lo medible. Lo racional era el principio de todo, lo calculable era lo real, y la religión, las artes, la metafísica, pasaron a ser charlatanerías. En el ámbito de la pedagogía, se empezó a creer que el mejor modo de formar en la emocionalidad a los jóvenes era suprimiéndola. El motivo era claro: los afectos no tienen orden alguno, son irrelevantes, porque son irracionales. “Ellos pueden sostener realmente que los ordinarios sentimientos humanos (…) son contrarios a la razón y desdeñables y deberían ser erradicados.” (Lewis, 2014, p. 40).  Ante eso, la educación de los sentimientos pasaría a segundo plano. Eso conllevó a la formación de individuos frívolos, secos, indiferentes. Son los que llama “hombres sin corazón”. 

Eso tuvo como consecuencia el sinfín de atentados contra la virtud y los valores, creando hombres mediocres, sin principios y sin nobles aspiraciones. De eso se habló en el primer artículo y se concluyó que el cristiano debe reivindicar el amor por lo sacrificado, lo magnánimo, lo heroico y lo difícil.

Todo esto es noble y muy necesario. Pero existen atentados que son más sutiles. Catástrofes modernas que se han expandido sigilosamente, incluso hasta dentro de nuestros ámbitos y nuestros grupos. Males que son los más arduos de erradicar. Son los atentados contra la belleza.

Hombres sin corazón

¿Qué es la “belleza”? Cuando un paisaje se nos revela en todo su orden de colores, esplendores y disposición de las partes que lo conforman, uno no puede evitar decir: “¡Qué belleza!”. Hay una armonía que nos regocija. Provoca en nosotros afectos. Capaz no entendemos por qué, pero nos conmueve. “Lo bello”, en resumen, es esa armonía en las cosas que nos deleita sensiblemente.

Con esa “abolición del hombre” que Jack denuncia, esos afectos empiezan a ser intrascendentes. Las emociones quedan bajo la subjetividad de cada uno, porque realmente no aportan nada. Lo único que se exige es practicidad, pragmatismo, lógica, más allá de si “es bello o no”. No importa el paisaje en sí, sino lo que pueda ofrecernos. La belleza se sacrifica por una educación de hombres onerosos y aburridos. Hombres sin corazón. El Principito “busca a los hombres”, porque, como dice Lewis, “ya no son… hombres en absoluto” (p. 77).

El individuo de los nuevos tiempos ha ido perdiendo poco a poco la creatividad, la solemnidad, el orden, el decoro, el buen gusto, todo lo que permite que podamos acceder a la belleza de lo real. Claro ejemplo es el afán por la practicidad que ha llevado a que las majestuosas construcciones medievales sean reemplazadas por ridículos y grises rascacielos. O la valoración de las ciencias sobre la literatura o las artes.

Lewis, visionario de su tiempo, predijo el resultado de ese proyecto: “Matando por inanición la sensibilidad de nuestros alumnos sólo los haremos más fácil presa del propagandista, cuando éste venga. Porque una naturaleza hambreada se vengará y un corazón duro no es protección infalible contra una cabeza blanda” (p. 41). No se equivocó. A partir de los ´50, las ideologías evolucionaron, y al positivismo y pragmatismo les sucedió una época de relativismo. La máxima “la belleza es subjetiva” permaneció, pero no con el propósito de eliminar el sentimiento, sino de “liberar”. Sigue sin existir un parámetro de lo bello, pero ahora se celebra que “cada uno sienta y quiera como le guste”. Es otra abolición del hombre, más vulgar, hedonista, y superficial. 

Nuestros afectos siguen sin rumbo, y eso se refleja en las modas, las tendencias, las formas de entretenimiento. El triunfo del placer sobre la sencillez, que ha reemplazado la delicadeza del vestido por la minifalda. O peor aún, la exaltación de la fealdad en un afán de “resaltar”, creando la moda de piercings y estrafalarios cortes de cabello.

Tal como el mundo reniega del sacrificio, reniega de la belleza, y desaprovecha las cosas que son fruto de Dios. Rechaza la obra de la Creación, sus paisajes, montañas, mares y ríos. Rechaza la obra de la cristiandad, en su Iglesia, sus ritos, su historia. Son escasos los que se atreven a introducirse en la elocuencia de los poemas y las letras ¿Dónde han quedado los versos de Homero, los monólogos shakespearianos, los refranes de Sancho Panza o las reflexiones de Víctor Hugo? ¿Dónde se han guardado los bosques de Tolkien, o las paradojas de Chesterton? ¿Y las enseñanzas del Principito? Pocos recuerdan la última vez que oyeron una sinfonía de Beethoven, o un concierto de Vivaldi ¿Quién se detiene ahora a contemplar los frescos de la Capilla Sixtina? Al contrario, nos contentamos con lo básico, lo popular, lo instintivo.

“Lo Bello es difícil”:

Es necesario recuperar el amor a “lo difícil”, sí. Rescatar el lugar del sacrificio, el servicio, la intrépida aventura. Solo algunos son capaces ofrecer su fin de semana a apostolados en merenderos, visitar a los carenciados, u organizar campamentos. Pero les aseguro que muy pocos son capaces de dedicar su tiempo a la contemplación, la lectura, la formación. Se cuentan con los dedos los que logran renunciar a las modas aberrantes, a la decadente programación televisiva, a los banales estilos musicales, para comprometerse con la verdadera belleza. Porque entenderla se nos hace sumamente difícil.

No estoy diciendo que sea pecado escuchar música moderna o conversar sobre las tendencias actuales. El dilema está cuando nos cerramos a practicar actividades que no impliquen un bien “útil” como escribir, escuchar música, aprender un instrumento. Cuando encomendamos nuestros cinco sentidos, constantemente, a consumir y difundir las tendencias en vez de indagar en expresiones más plenas del arte y la cultura. Cuando se es capaz de dedicar un sábado entero a organizar una marcha provida, pero no de guardar la modestia del vestir.

Contrario a sus contemporáneos, Lewis señala otra perspectiva: “La tarea del educador moderno no es desmontar junglas sino irrigar desiertos. La correcta defensa contra los sentimientos falsos es inculcar sentimientos rectos” (p. 41). Citando a los grandes sabios de la historia, y las creencias de las distintas culturas, el autor sostiene que los afectos no son irracionales, sino que existe un criterio de belleza, al igual que un criterio de “bien” y “verdad”. Es lo que él llama “Tao”, esto es, “la doctrina del valor objetivo, la creencia de que ciertas posiciones son realmente verdaderas, y otras realmente falsas” (p. 45). Es aquello que nos indica que si estamos ante la melodía más fabulosa jamás hecha, o ante el rincón más esplendoroso del sur mendocino, y nos enfocamos únicamente en las novedades del Gran Hermano, estamos fuera de lugar. Y, más seriamente, es lo que indica que si nuestra Patria no inspira en nosotros el amor patriótico ni el celo por su bienestar, entonces nuestros afectos no son los apropiados.

Todo lo que existe exige una respuesta afectiva adecuada, objetiva, real. No podemos quedarnos impasibles ante lo esplendoroso. Pero para poder captarlo, es necesario educar nuestros sentidos. Y la educación, es decir, “saber alegrarse y dolerse como es debido” (cfr. Aristóteles, «Ética a Nicomaco»), es un ejercicio racional. Educar es ordenar nuestra naturaleza bajo la luz de la verdad, descubriéndola y asimilándola. No hay que cortar las emociones, mas sí “pueden ser razonables e irrazonables según se conformen o no a la Razón. El corazón nunca toma el lugar de la cabeza; pero puede, y debe, obedecerla” (Lewis, 2014, p. 46).

Actualmente, recuperar el sentido de lo bello es casi como una purgación de todo a lo que nos exponemos cotidianamente. Exige dedicación, tiempo, adaptación ¡Claro! Como todo ejercicio virtuoso, no es algo que nace de un día para otro, sino que se forja con la disposición y hábito. Saber buscar la armonía en el mundo exige un trabajo, pero intelectual, a través de la contemplación y la formación. No es escalar una montaña solamente, sino además detenerse a contemplar la vista. Es ir más allá de los ritmos modernos, pegadizos pero monótonos, para buscar la verdad en la creatividad y complejidad de las melodías y las letras.

Muchos creerán que la música que escuchamos no es algo de gravedad. Que se puede ser buena persona sin vestir de falda o de corbata. Ese es una idea muy difundida, y está lejos de ser cierta. El bien, la verdad y la belleza se identifican. No puede existir una fea verdad o un bien sin decoro. En palabras de Platón, “la belleza es el esplendor de la verdad” (cfr. Platón, “Banquete”). Nuestro querido Benedicto XVI aportaba con la siguiente sentencia: “La belleza, ya sea del universo natural o del arte… puede convertirse en un camino a lo trascendente, al misterio último, a Dios” (2009). La armónica disposición de las cosas es reflejo de la luz. Es lo que hace que el corazón humano, a través del deleite de los sentidos, quiera buscar aquello que va más allá de ellos. Es otro de los regalos que Dios nos otorga para encontrarlo. El orden exterior es reflejo del orden interior, es decir, lo bueno se entiende bello.

Si vamos a reivindicar lo heroico y lo difícil, no nos olvidemos lo que, capaz, es lo más difícil en nuestros días. Amemos el servicio, el sacrificio y el buen combate. Pero amemos también la cultura, la imagen, la integridad. Defendamos los sentidos y rescatemos la belleza. Porque, como sentenció Dostoievski: “la belleza salvará al mundo” (cfr. “El Idiota”).

El Juglar Prieto

Bibliografía:

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