“Los viejos abetos empezaron a susurrar, y un fuerte viento atravesaba bramando y rugiendo las espesas copas. Aquello le sonaba a Heidi tan bien en los oídos y en el corazón que se alegró mucho y empezó a dar saltos y brincos bajo los árboles, como si hubiera sentido un alegría inaudita” (Spyri, Heidi, 2016)
Son los días de mal tiempo los que invitan a las personas a procurar refugiar el cuerpo, mas no necesariamente el intelecto. Tal es así que una densa nevada puede detener el movimiento físico, y pasar de la acción a la meditación. Fue precisamente un día de estos que interrumpió mi viaje, y me obligó a entrar en la posada de un pueblo indudablemente peculiar. El salón lucía solitario. De pronto ingresó un hombre alto, robusto, y de aspecto simpático. Éste se dirigió hacia el hogar para calentarse. Junto al fuego se encontraba una joven. Él pidió cordialmente permiso, se sentó, y apoyó a su lado una pipa y lo que parecían unas hojas arrugadas con algo escrito. Ella, vencida por su curiosidad, preguntó sobre qué trataban; y yo, abatido por mi aburrimiento, me dispuse a escuchar.
“Son unas ideas sobre los problemas de los jóvenes de hoy” comentó el caballero ligeramente. Ella esbozó una sonrisa y repuso que apostaba a que él no había alcanzado la cuarta década. “En efecto. Tengo 34 años. Pero tal vez me expresé vagamente. Quise decir que los jóvenes son aquellos que, indistintamente de su edad, no han madurado lo suficiente como para hacerse las grandes preguntas”. Por la consecuente histérica inquisición del rostro de la dama, él sugirió que si uno pudiera poner un termómetro debajo de la axila de los jóvenes, el mercurio alcanzaría la temperatura <lunático>. Porque el hombre de pensamiento joven, el moderno, se ha vuelto loco. Y la razón de ello es que no tiene una visión fija del cosmos. El hombre moderno es aquel que no cree en nada y cree en todo. Dice no creer nada, sin embargo lo hace en algo; pero a eso lo cree por unos días, para la semana siguiente cambiar su credo radicalmente. Para él todo es efímero y relativo. Mientras, el hombre sano es aquel que tiene una visión fija, estable. Es aquel quien juzga los hechos temporales a partir de una moral atemporal. Para que haya movimiento es necesario que haya algo permanente, inmutable, sobre el cual medir el avance.
El dueño de la posada se acercó para tomar mi orden. En pos de calmar el frío, le pedí encarecidamente que sirviera cualquier infusión que pudiera salir del samovar que se hallaba cerca de las puertas que iban hacia la cocina.
“Sus ideas suenan como si usted fuera un hombre que no ha vivido la juventud” prosiguió la joven. “En realidad, durante mucho tiempo fui uno de estos jóvenes. De hecho, hasta hace poco tiempo creí haber inventado mi propia religión, mi propia herejía. Soy como aquel navegante que partió desde Londres, se desvió, y, al tocar tierra, clavó la bandera inglesa en un templo bárbaro, creyendo haber encontrado nueva isla; pero cuando quiso darse cuenta, se vio en Westminster”. Sonrió. “Y, no. No son mis ideas. Quise adelantarme a la verdad 10 minutos, y me ví retrasado 2000 años. Creí haber alcanzado una meta solo, y me vi rodeado de toda la Cristiandad”.
“Usted parece alguien pesimista. Me recuerda a una anciana, Lulú, que solía describir al mundo sólo con atrocidades. Supo decirme que ella era como un centinela. Que no existían centinelas ni optimistas ni pesimistas, sino centinelas despiertos y centinelas dormidos”. Él asintió lentamente. Pues, en efecto, otra equívoca concepción del mundo es dividirlo en optimistas y pesimistas. Los primeros ven todo bueno, salvo a los segundos; y caen en el error de tener que defender lo indefendible. Los otros, ven todo malo, salvo a ellos mismos; y no se preocupan por los demás. Los únicos que disfrutan el mundo lo están destruyendo, y a los supuestos virtuosos, como no les importa el mundo, no se mueven para frenarlos. Contrariamente, la relación del hombre con el cosmos debe ser de una lealtad militar; en donde el mundo es como la casa de la familia de uno, que uno la ama sin importar su estado; y no mantenerse en una posición de crítica, como si uno perteneciera a otro lado. Y esta lealtad militar implica reforma. Porque sólo quien ama puede reformar. El dilema está en que uno debe ver lo que está mal en el mundo, pero también debe tener que amarlo para intentar arreglarlo ¿Es posible que el hombre odie tanto al mundo como para querer cambiarlo y que lo ame bastante para pensar que vale la pena el cambio? (G.K.Chesterton, Ortodoxia, 1998)
Unos han decidido adorar bestias; pero han terminado imitándolas en vez de contemplarlas. Otros han decidido adorar los astros. Los peores de todos han optado por el dios que está dentro de uno mismo, pues terminan adorándose a ellos mismos; y no hay nada más detestable que esto. “Es aquí donde el cristianismo ha irrumpido y separado a Dios del cosmos. Donde Dios es Creador, y es distinto de la Creación. Donde uno puede amar las excentricidades del mundo sin tener que ser mundano” dijo él. La señorita repuso nerviosa: “Eso mismo podrían decirlo todas las religiones. Después de todo, si bien difieren en los ritos y formas, todas enseñan lo mismo”. Empero, él difirió: “Casualmente, es todo lo opuesto”. Las grandes religiones comparten el tener sacerdotes, un altar, escrituras, hermandades y festividades especiales. Son similares en los métodos para enseñar, pero difieren en lo que enseñan. Credos que existen para destruirse mutuamente, ambos tienen escrituras, igual que los ejércitos que existen para destruirse mutuamente, ambos tienen cañones. (G.K.Chesterton, Ortodoxia, 1998)
El dueño de la posada regresó y apoyó cordialmente una taza sobre la mesa. Tan solo el aroma bastó para convenir que se trataba nada más ni nada menos que té de Krasnodar. Mi favorito.
“Es curioso esto que dice, buen señor. Mi anciano amigo, Horacio, ha comentado que mi jefe, un reconocido y caballeresco hombre de este pueblo, se ha convertido del escepticismo al cristianismo”. A pesar de que ella se molestaría con la respuesta, él respondió: “Lo celebro”. Pues, el materialismo, el determinismo, y el escepticismo, hacen a uno preso de un solo pensamiento. El materialismo es esa corriente que no permite creer en los milagros, a pesar de toda evidencia popular, simplemente porque el materialismo es dogmático y tiene una doctrina contra ellos. El determinismo es propio de aquella gente aburrida que ve demasiada causa en todo. Habitualmente terminan perdiendo la cordura porque no logran comprender por qué algunas personas (las sanas) hacen cosas sin sentido – como patear el pasto y silbar. Para los deterministas, calvinistas, ningún acto es solemne; son aquellos que se sientan a esperar el triunfo de su ejército, o su recompensa en la Eternidad bajo el supuesto de haber sido predestinados para ellos. En cambio, para los católicos, cada acto diario es una dramática dedicación al servicio del bien o del mal (G.K.Chesterton, Lo que está mal en el mundo, 2018). Su vida es una aventura ¿Qué argumento más aburrido y más frívolo podría existir que el de pensar que, durante el Concilio de Elrond, Frodo estaba predestinado a ofrecerse a portar el anillo? ¿Acaso no sería completamente decepcionante pensar que lo que él hizo simplemente fue tachar una de sus tareas de la lista de cosas que tenía por hacer? Finalmente, el escéptico es aquel en el que todo nace en sí. Su estadío último es dudar sobre si puede saber. Es el que tiende al suicidio del pensamiento; que es el único pensamiento que hay que evitar a toda costa. “Su jefe se ha salvado, señorita: ha logrado dudar de la duda”.
La joven, percatándose de que su reloj pronto marcaría la hora en que debía asistir al té con sus nuevas amigas Herminia y Hortensia, abrió una vez más la boca: “Intuyo que usted es, también, un converso. Mi pregunta final es ¿por qué creer en todos los dogmas del catolicismo y no quedarse simplemente con su utilidad práctica? Por ejemplo, ¿por qué tener que creer en la Caída del Hombre y el Pecado Original, y no simplemente saber que el hombre es débil y que tiende a obrar el mal?”. Él hizo una pausa, reflexionó, y habló: “Porque la Iglesia es una maestra viviente, en su sentido práctico para mi alma. Enseñó a uno ayer, enseña hoy, y enseñará mañana. Y cuando uno es niño y su madre le dice que las abejas pican, no se queda con lo mejor de esa filosofía. Uno reconoce a su madre como una persona que dice verdades. Puede ocurrir que uno no entienda algo hoy, pero estoy seguro que ya llegará el momento en que lo comprenderá”. Ella quedó atónita, pues no comprendía qué quería decir este hombre. Había parado de nevar.
La desesperación crecía con el avance de las agujas. “¿Y cómo sugiere, o cree, que en este mundo uno puede conocer a esa tal madre?” inquirió ella orgullosa. “Comience por asombrarse con los hechos cotidianos. Son verdaderos milagros. Son un complot, un mensaje secreto que Alguien quiere hacer evidente a partir de extrañas repeticiones”. Ella, algo confundida, cambió de tema: “Usted no es de aquí ¿a qué vino al pueblo?”. Él sonrió: “Vengo a consultar a un viejo monje sobre unos escritos que he redactado. Debo ir a ver a mi esposa, Frances, pero me gustaría volver a conversar con usted”. Cansada de tanto discurrir sobre religión, y de haber batido el récord de haber quedado en ridículo tantas veces en tan poco tiempo, se limitó a responder: “Encantada. Debo irme. Gracias por la conversación”. Y se retiró enfadada dando un fuerte golpe al cerrar la puerta.
Puesto que los copos comenzaron a ser menos y el sol asomaba sus claros, ví conveniente abandonar la posada para andar unos kilómetros más antes de llegar a la asamblea de la “Academia de las Cuatro Plumas”. Mientras elucubraba en mi mente con qué argumentos excusaría la extensión de mis escritos frente a Sr. Bombadil y a Juglar Prieto, resultó inevitable ignorar la última respuesta que había dado el hombre a aquella joven. Y no logré apaciguar las palabras que en mi corazón latían con júbilo y que en mi mente resonaban una y otra vez como un villancico de Navidad: “Nascantur in admiratione” (Que nazcan en el asombro).
Cid Ludovico
PD: Estas líneas fueron inspiradas a partir de los escritos de G.K. Chesterton (1874-1936) en su libro Ortodoxia escrito en el año 1908, unos 14 años antes de bautizarse en la Iglesia Católica en 1922.
Bibliografía
G.K.Chesterton. (1998). Ortodoxia. En El romanticismo de la ortodoxia (pág. 74). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Editorial Porrúa.
G.K.Chesterton. (1998). Ortodoxia. En La bandera del mundo (pág. 42). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Editorial Porrúa.
G.K.Chesterton. (2018). Lo que está mal en el mundo. En Parte cuarta: la educación o el error acerca del niño (pág. 89). Middletown, DE: Pantianos Classics.Spyri, J. (2016). Heidi. En Capítulo II: En la casa del abuelo (pág. 34). Madrid: Editorial Nórdica.
Una respuesta
Me parece que Doña Prudencia Prim se fue medio masticando saliva después de la charla. Jajajaja