«Astutos como serpientes y sencillos como palomas», la verdad detrás de la excusa

Hace poco escuché de una persona que respeto y quiero mucho, para quien la fe es central en su vida (y en la de los demás), decir algo cercano a las siguientes líneas: “si de entrada intentás meter la religión en estos temas –“estos temas” se refiere aquí a una charla de educación sexual para jóvenes, pero es un razonamiento que se intenta aplicar a muchos “estos temas”-, se cierran de entrada y no te escuchan”. Esto me ha dejado rumiando durante bastante tiempo y, sin querer faltar el respeto a dicha persona, me dispongo ahora a presentar mis argumentos en contra de esa postura. 

La idea de que el anuncio del Evangelio debe ser hecho de la manera antes enunciada se basa, probablemente, en el siguiente pasaje de las Sagradas Escrituras: “Yo los envío como a ovejas en medio de lobos: sean entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt. 10, 16). A primera vista, y tal vez hasta a segunda o tercera, esto parecería apoyar, aunque sea de manera implícita, alguna forma de ese razonamiento. Pero, prestando oído al consejo del teólogo Scott Hahn: “usar un texto sacado de su contexto… es un pretexto”, quiero sumergirme más en Mateo 10, para ver mejor el contexto de este versículo. 

Mateo 10 trata, como se sabe, de la elección y el envío a la misión (con sus instrucciones) de Jesús a los Doce. Comienza con un recuento de todos ellos, cada uno con su nombre, y sigue con algunas de las instrucciones para anunciar. Luego, pasa a explicar la persecución que sufrirán, y es en este contexto en el que comienza con la frase antes dicha: “Yo los envío como a ovejas en medio de lobos: sean entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas”. Sin embargo, continúa: “Cuídense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas. A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (vs. 17-20). Ya aquí comienza a volverse más escarpado el camino que lleva a que la frase “astutos como serpientes” se refiera al razonamiento que estoy intentando refutar. Parece ser más bien un llamado a anunciar como Santo Tomás Moro mártir, quien, defendiéndose con sus herramientas de oratoria y manteniéndose firme siempre en la Verdad, evidenció finalmente que estaba en lo correcto y que decía lo verdadero, aunque esto no le ahorró la muerte y muerte de martirio -que vale, la pena recordar, es muerte de “testigo”-.  En el contexto inmediato, no parece haber defensa para anunciar una parte de la Verdad, guardando la otra para más tarde, cuando haya oídos más dispuestos. Pero sigamos avanzando en el contexto general de Mateo 10.

En los versículos 6-10, Jesús indica: “Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente. No lleven encima oro ni plata, ni monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento”. Parece ser, ahora que hemos pasado a conocer mejor el contexto, un llamado a anunciar abiertamente, confiándose totalmente a la Providencia. Unos versículos más tarde, continúa: “Y si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de sus pies. Les aseguro que, en el día del Juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas menos rigurosamente que esa ciudad” (Mt. 10, 14-15). Aunque la Escritura en sí es suficientemente elocuente, creo oportuno para el curso de mi razonamiento destacar que, en estos versículos, queda claro que el llamado es, en criollo, sin pelos en la lengua. Claro, conciso. Sin rodeos ni “astucias”, en ese sentido de la palabra. Queda claro, además, que nuestro envío a anunciar, recibido en el Bautismo, es precisamente a eso: a anunciar, no a convencer; esto segundo se dará cuándo y cómo disponga Dios en su Santo Espíritu, y no por nuestras palabras o elocuencia, lección que aprendió por las malas Santo Domingo, poco antes de recibir de la Santísima Virgen María el rosario, espada reluciente. Y, si nadie anuncia, ni siquiera sus propios seguidores, ¿cómo se conocerá la Verdad? Volviendo un poco a Mateo, esta vez a Mateo 5: “Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para esconderla dentro de un tiesto, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5, 13-16). “Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!” (Mt 6, 23).

Para terminar de fijar el contexto de la frase, vale citar (y hasta aquí con las citas de Mateo 10) el llamado a la valentía de los Apóstoles: 

 “El discípulo no es más que el maestro ni el servidor más que su dueño. Al discípulo le basta ser como su maestro y al servidor como su dueño. Si al dueño de la casa lo llamaron Belzebul, ¡cuánto más a los de su casa! No les teman. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas. No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena. ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra sin el consentimiento del Padre que está en el Cielo. Ustedes tienen contados todos sus cabellos. No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros. Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el Cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el Cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres” (Mt 10, 24-33). 

Nuevamente, las Sagradas Escrituras son ampliamente más elocuentes que mis aclaraciones. Pero vuelvo a destacar una parte de ellas: “Al discípulo le basta ser como su maestro, y al servidor como su dueño”. Como Cristo, estamos llamados a anunciar sin guardarnos ni una coma, aunque esto nos acarree la muerte. Siendo astutos, claro, y anunciando “en todas las lenguas”, como decía San Pablo, pero sin perder parte del mensaje en la traducción, ya sea que estemos traduciendo para niños, jóvenes o adultos, y ya sea que estén dispuestos o no a escucharlo.

Cierro con una reflexión y una frase de C. S. Lewis: “Si lo que enseña Cristo es falso, carece absolutamente de importancia; si su mensaje es verdadero, la importancia de éste es infinita. Lo que nunca puede ser es poco importante”. Es evidente, para las personas de mi generación que se detienen a mirar, que la dilución del Evangelio ha llevado, por un lado, a atrocidades teológicas (por ejemplo, el marxismo de la ‘teología de la liberación’), y por otro lado a una relativización religiosa que no sólo no atrae al ser humano, que vive con sed de Verdad, sino que, al contrario, lo repele: porque nadie puede respetar (ni mucho menos quiere seguir) a aquel que, ante lo que es completamente verdadero e infinitamente importante, se mantiene tibio. Es por esto que los grandes santos, los que han revolucionado a la Iglesia, que le han devuelto su llama cuando ésta parecía atenuarse, han sido aquellos que, fieles y valientes, han anunciado la verdad en su totalidad. Aquellos que han encendido en fuego al mundo han sido, como decía Santa Catalina de Siena, los que han hecho lo que debían hacer, los que “han sido quienes tenían que ser”. Recuerdo a tres personas muy amadas por mí, tres personas agnósticas, que rescataron una vez la claridad para hablar de Juan Pablo II y Benedicto XVI, dejando entrever, en medio de su escepticismo, una admiración inevitable. A estas tres personas, aparentemente cerradas a la fe católica, les atrajo esa lengua sin pelos, esa integridad y esa claridad. Aunque les cueste, les quedó resonando. No lo olvidaron. Escucharon la verdad, porque alguien se las dijo, entera. Que ellos decidan seguirla o no, ya no será responsabilidad de San Juan Pablo II o de Benedicto XVI -o al menos no será responsabilidad de lo que digan-. Pero, si no anunciaran con fidelidad, sería su responsabilidad, como es responsabilidad de cada uno de nosotros, que estas tres personas (y todas las personas que desconocen la única Verdad que los puede llenar, liberar y salvar) no conocieran esa Verdad. En otras palabras: Cristo es la Verdad, y es suficientemente atractivo (infinitamente atractivo) sin que tengamos que maquillarlo. No tiene ninguna arruga que tapar. Es siempre joven, siempre nuevo. No necesita que lo embellezcamos: al contrario, nosotros necesitamos que Él nos vaya tallando, formando a su imagen, para poder ser discípulos “que obliguen, que empujen, que arrastren, con su ejemplo y con su palabra y con su ciencia” (Camino, 19).

Juan Federico Wirth, columnista invitado

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