Chesterton y la Niña eterna: breve reflexión a partir de una fotografía

Por Thiago Rodríguez

 

««Eternity», he said in his harsh voice, «the largest of the idols, the mightiest of the rivals of God»”
G.K.CHESTERTON. Manalive.

“Se lo hizo él mismo, con sus propias manos, delante del espejo”
LUIGI PIRANDELLO. El difunto Matias Pascal.

 

 

Si la lectura es una inmortalidad hacia atrás, la fotografía es un anticipo de la muerte. Pues fotografiar es tomar, robar, cortar, suturar: implica apropiarse de una realidad, capturar una vida, almacenar un recuerdo. 

Esta foto evoca dicha sensación: el tiempo de dos tiempos detenido en un tiempo para siempre. Asesinado pero vivo. Aquí Chesterton, aquí la niña: nunca se irán porque ya se han ido. Son imágenes, son fantasmas, presencias de sus ausencias. Signos visibles de lo invisible. 

Pero eso es tan solo la superficie, la mera grafía de la fotografía. Yendo a su morfología, encontramos otros elementos: un adulto, una niña y un regalo (no sabemos bien qué). La niña entrega aquello en un intercambio eterno (y debido a eso, caduco). Y este regalo no es un mero regalo: es intercambio, porque dar es recibir. Es un milagro, porque lo que damos nos excede. Y es una muerte, porque tanto en el dar como en el recibir se sacrifica algo sacro de nosotros (ese «no sé qué»). La niña se lo entrega: he aquí el acto, nada más. Chesterton lo recibe: he aquí el gesto, nada nuevo. Pero, ¿Por qué ella se lo entrega? ¿Por qué él lo recibe? No hay razón (esta es su razón) y gracias a que así sucedió, viven en nosotros en esta foto (esta es su Resurrección). No es ni la mera grafía de un momento ni la simple morfología de tres elementos: es una alegoría de la felicidad, una expresión de Amor. Entregar sin esperar, recibir sin reclamar: he aquí la sintaxis del gran Misterio.

Pero vayamos más allá, entremos en la semántica. ¿Qué significa en profundidad? ¿Cómo significa la foto a sus arquetipos originales? ¿Cómo nos significa a nosotros como receptores liminares? El mismo Chesterton, durante su vida, gastó mucha de su tinta en describir y defender a la niñez. El mismo Creador, decía él, es un niño, un ser en constante asombro que pide al sol como en un circo que suba una y otra vez. Los adultos somos grandes, pues hemos pecado. Los niños son pequeños, pues la herida en ellos es aún chica (y en nosotros se ha ensanchado porque nos hemos hinchado). Nuestro Padre, diría Chesterton, es más joven que nosotros: hemos crecido hasta adquirir proporciones excesivas. ¿Por qué tantas preocupaciones, tantos deseos, ambiciones? Cierto es que debemos cuidarnos, forjarnos, proveer a nuestras familias. Nuestro trabajo nos trabaja por dejar el trabajo original: desde el Edén cargamos con este fardo. Sin embargo, puede servirse agua sin volcar, comer sin reventar, trabajar sin derribar. Asesinamos todo lo puro que hay en nosotros y luego nos sorprendemos de que haya asesinos entre nosotros. Y nos preocupamos por los títulos y los artículos y los puestos y como necios perdemos la vida por vivir para vivir, como aquel hijo entre los cerdos. Ya no nos sacian los jardines: deseamos campos. No, ya no: queremos parques. No, tampoco: mejor bosques, torrentes, montañas, continentes, planetas, galaxias, dioses, y más que dioses. El hombre adulto dejó de ser en el momento en que quiso él mismo construir su ser, delante del espejo, como una máscara. Olvidó quién es por preocuparse en cómo iban a recordarlo. Entonces el asombro muta en filtro, la felicidad en contento, el placer en orgullo y la risa en desprecio. 

Y nos construimos alas y ascendemos con nuestras fuerzas hacia los astros, cuando en medio de aquella áurea carrera una mano nos tironea y la eterna Niña nos entrega un regalo. Su sonrisa, aquel sol, derrite la cera de nuestras extensiones y nos deja caer en la cuenta, percatarnos del gran pecado: que antes éramos inmortales, pero hemos buscado con tanto ahínco la falsa eternidad que hemos pasado la verdadera de largo. Entonces las estrellas, fogatas fatuas, se ríen de nosotros al vernos caer, pues son (y lo saben) tan solo el mero cóncavo reflejo de algo que se encuentra aquí mismo entre nosotros. 

Esta foto nos recuerda dicho mensaje: que en algún momento de nuestra vida todo lo que había en ella era un eterno milagro, casi tan nuevo como cuando el Hacedor caminó sobre el jardín. Puede que Chesterton haya tenido razón: es muy probable que aún sigamos en aquel lugar idílico. Tal vez haya que simplemente cambiar nuestra mirada.

 

BIBLIOGRAFÍA

  • CHESTERTON, Gilbert Keith. (2014). “Manalive” en The G.K.Chesterton collection: 50 books. Catholic Way Publishing.
  • PIRANDELLO, Luigi. (1995). El difunto Matias Pascal. Atalaya.

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