La pasada Semana Santa me ha venido a menudo el pensamiento de que, a veces, nos centramos tanto en las “cosas importantes” que dejamos absolutamente de lado todos los otros aspectos de la vida. Pero Cristo, al redimir al hombre, lo redime en todas sus facetas. El hombre encuentra su plena satisfacción en Dios, y eso significa que en Dios encontramos la satisfacción de todas nuestras necesidades espirituales, incluso las más nimias. Y una de las necesidades del género humano es la de una “belleza narrativa”. El deseo de que nuestra vida sea un cuento de hadas. Es un deseo que no deberíamos desechar como algo romántico y superado: tiene que ver con cómo estamos hechos. Y ¿quién puede conocer en profundidad este aspecto del ser humano más que Tolkien? Acudamos a él.
En su ensayo Sobre los cuentos de hadas, Tolkien sugiere que un buen cuento acaba en final feliz. Pero ese final feliz, al que Tolkien llama eucatástrofe, tiene la particularidad de que va precedido del momento más triste y desesperanzador de la historia, un punto en el que parece que no hay manera de que el bien triunfe. Así, para precisar, podemos decir que la eucatástrofe es un giro feliz de los acontecimientos, y cuanto mayor sea el contraste entre el momento previo de desesperanza y la felicidad final, mejor logra la consolación, que es, según Tolkien, la finalidad más alta que puede tener un cuento. En el momento más acuciado de desesperación, llega la catarsis a través de un elemento totalmente inesperado, inesperado precisamente porque de alguna manera se sale de las reglas de la historia. No estamos hablando de un deus ex machina. Un deus ex machina rompe simplemente las reglas de la historia y nos deja insatisfechos. Pero la eucatástrofe no rompe las reglas sino que las cambia, o, mejor dicho, revela que las reglas no eran las que creíamos. Esta es la razón por la que un cuento no puede interpretarse sino desde su final. Todo final bien logrado (sea o no feliz) -y “bien logrado” significa que hace que el cuento nos conmueva-, se basa precisamente en la revelación de la verdad completa, de la que solo teníamos fragmentos inconexos a lo largo del resto de la historia, pero hecha de tal manera que la forma en que esos fragmentos se acaban conectando no es la que nosotros creíamos. Esa revelación final es lo que nos hace exclamar, satisfechos: «¡Claro! Así es como se producen las cosas realmente!»1
Creo que para profundizar el concepto de eucatástrofe deberíamos mencionar también otro elemento, que es el “recuerdo del Edén”, del que Tolkien habla también en repetidas ocasiones: “Todos lo añoramos y tenemos constantes atisbos de él: nuestra entera naturaleza, en lo que tiene de mejor y menos corrompido, de más gentil y humano, está todavía bañada por la sensación de «exilio»”2. El recuerdo del Edén, en el que no podemos profundizar ahora pero que intentaremos desarrollar en artículos posteriores con san Agustín, es nuestro punto de partida para el deseo que he mencionado antes de que “nuestra vida sea un cuento de hadas”: buscamos una felicidad por el “recuerdo ontológico” de una felicidad perdida.
Y aquí entra el tercer elemento de nuestra reflexión: la Caída -y no solo eso, sino la misma finitud del ser humano, que de hecho eslo que condicionó la caída-, por la que al hombre le está vedado el Edén. Y de esto tenemos constantes recordatorios en nuestra vida, que está atravesada por el dolor: nuestro fracaso, nuestro pecado, aunque sea por debilidad, y el de los demás, que nos afecta. Incluso en los buenos momentos estamos insatisfechos. El Edén se mantiene en nuestra memoria como recordatorio de que necesitamos más.
Por estas dos razones (el recuerdo del Edén y la Caída), el hombre en cuanto cuentista solo puede ser redimido con una eucatástrofe3, como exige un buen cuento de hadas. Y no hay mayor Eucatástrofe que la Resurrección, que Tolkien llama “la Eucatástrofe de la Historia de la Redención”. Solo desde la Resurrección podemos interpretar todo lo anterior. Eso explica la alegría que invade a los discípulos de Emaús cuando se dicen el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Por la Resurrección, Cristo nos abre las puertas del cielo y nos revela que estamos llamados a una felicidad aún mayor que la que podemos “recordar”, es decir, mucho mayor de lo que podemos desear, porque, como dice Tolkien, el “camino del arrepentimiento” “avanza en espiral y no en un círculo cerrado; puede que recobremos algo que se le parezca, pero en un plano superior”. Dios se había ido revelando progresivamente en el Antiguo y el Nuevo Testamento, pero esa revelación culmina en la muerte de Cristo en la cruz (“todo está cumplido”), que debe ser leída, evidentemente, desde la resurrección. Allí es donde Dios revela en plenitud quién es él y cómo nos ama, y qué significa que nos ama; momento que queda simbolizado en la lanza que atraviesa el Corazón de Jesús: con su muerte, nos abre completamente su intimidad (“mirarán al que traspasaron”). Esa es la Gran Eucatástrofe donde Dios nos dice cómo eran las cosas en realidad. Por eso san Juan lo expresa con tanto asombro: “El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis”. Lo expresa así porque es un atisbo del gozo, como dice Tolkien. En la Eucatástrofe es donde se manifiesta con más plenitud el tipo de gozo particular de la verdad narrativa: el gozo que se experimenta al percibir que ese final da sentido a toda la historia, un sentido mucho más pleno, mucho más bueno, mucho más Bello de lo que esperábamos. Las promesas se cumplen, pero de una manera superior: “Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos —oráculo del Señor—. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Is 55, 8-9). Y en esto radica lo inesperado de la Eucatástrofe, que provoca la reacción de san Juan al ver la tumba abandonada: “Entonces […] vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 8-9).
Y concluía diciendo que la Resurrección era la mayor «eucatástrofe» posible en el mayor Cuento de Hadas, y produce esa emoción esencial: la alegría cristiana que provoca lágrimas porque es cualitativamente equivalente al dolor, porque proviene de los lugares donde la Alegría y el Dolor son lo mismo, reconciliados al perderse en el Amor el egoísmo y el altruismo. Por supuesto, no quiero decir que los Evangelios cuentan lo que es sólo un cuento de hadas; pero sí quiero decir decididamente que cuentan un cuento de hadas: el mayor de ellos.4
A partir de lo dicho aquí, intentaré escribir una serie de artículos (no con intención científica sino como reflexiones -espero que el lector me perdone si encuentra alguna incoherencia) acerca del Edén, la Caída y la Eucatástrofe como los tres elementos principales que son necesarios para el hallazgo de la belleza narrativa.
NOTAS
1 Carta 89 a Christopher Tolkien (7-8 de noviembre de 1944)
2 Carta 96 a Christopher Tolkien (30 de enero de 1945)
3 Cfr. Carta 89 a Christopher Tolkien (7-8 de noviembre de 1944)
4 Ibid.
BIBLIOGRAFÍA
- Tolkien, J. R. R., Carta 89 a Christopher Tolkien (7-8 de noviembre de 1944)
- Tolkien, J. R. R., Carta 96 a Christopher Tolkien (30 de enero de 1945)
Una respuesta
Agradezco mucho este artículo. Es verdaderamente esperanzador que haya quien aprenda a descubrir la Belleza enmedio del caos y de la angustia en que muchas veces nos desenvolvemos.
Por favor, no te detengas en escribir estos artículos, pues en verdad resultan ser una porción de un oasis refrescante entre tantas situaciones que vivimos. ¡Anímate y arriésgate a escribir! El Espíritu Santo es quien mueve el corazón para hacer tales cosas, y Él se encargará de ayudarte a decir «lo que deba ser dicho» para el beneficio de muchos.