Opción por la carga (1/3)

Por Cid Ludovico

Lo que el hombre ha perdido en este siglo no es la fe, sino la razón

El bufón más desgraciado de la corte del rey más innoble podría dejar asestado en un borrador, que no conocería más que el oscuro fondo de un baúl, líneas más trascendentales que las que pretendo, ingenuamente, imprimir. Heme aquí luciendo las vestiduras del poeta donde en mí intención reina la fe, mas en vano son las esperanzas de las damas que derraman lágrimas para que vuelva en mí un fino hilo de cordura. Empero, desgraciado soy si la única persona que deposita su fe en mí es el que escribe estas palabras. 

Siempre fue de mi agrado portar y lucir el sombrero de la humildad, pero se me presenta ligeramente (o, más bien, me enfrenta bruscamente) la realidad misma: ya que la humildad tiene la particularidad de que en el instante que creemos tenerla es precisamente en ese mismo momento en que la perdemos (si alguna vez la tuvimos, por su puesto). Es así como me veo no sólo falto de fe, sino también de humildad. No obstante, he escuchado a algunas personas hablando con autoridad mientras afirmaban que la Fe es aquello que es capaz de sobrevivir a un estado de ánimo. Y para recuperarla, me propongo introducir mi punto. 

Con el fin de poder ir velozmente al grano (y evitar, ante toda circunstancia, burlar la paciencia de nuestro amigo lector), será preciso traer a colación una de las varias cartas que escribió el creador de mundos J.R.R. Tolkien: la número 43. Simplemente, esbozaré que fue pensada para su hijo, Michael, pero que ciertamente resulta provechosa para todos los hijos de Adán y Eva. No es mi intención escribir la carta, porque es vastamente conocida; sino que deseo hablar (aunque probablemente mi intelecto no permita ahondar demasiado) sobre la referencia final (más no por eso menos importante) de ésta: Dios escondido bajo la forma en el Bendito Sacramento. He aquí el pensamiento que han sembrado en mi mente y no logro quitar.

Dios, en su infinita bondad, no quiere dejarnos sin obtener las virtudes, sin que alcancemos el título de hombre virtuoso. Este es el punto principal sobre el que pretendo disertar. Podría pensarse que es trivial, y no lo discutiría (porque no soy muy inteligente, y debido a que frente a las argumentaciones suelo quedarme sin palabras). Tan sólo agregaría que la mente del hombre moderno es tan compleja que ha olvidado los fundamentos triviales, y pasa sus días muy seguro y firme sobre sus medios, hablando de finanzas, política, y proyectos; mas al inquirir sobre el fin último de todas estas cosas bonitas, quedan perplejos por unos segundos, y, luego, reanudan el fuego  de artillería. 

He aquí una anécdota que puede servir de ayuda para traer luz a la cuestión que pretendo comentar, y que es tan simple que cuesta demasiado explicarla (porque las cosas obvias, son obvias, y se caracterizan por no explicarse). Un joven que conocí cierta vez tras las frías y etéreas rejas de una cárcel peculiar compartió el siguiente tesoro conmigo. Él era una persona bondadosa y afable, pero tenía dificultades para quitar las impurezas de su corazón y mantenerse en gracia. Dijo que, en un comienzo, su consuelo era poder conocer a una bella mujer, casarse, y traer al mundo muchos hijos. Oraba a Dios por esto todos los días de su vida, antes de cada comida principal, y antes del té, también. De esa manera, aspiraba a lograr canalizar correctamente su problema, de manera no pecaminosa. A lo que yo movía la cabeza lentamente hacia arriba y hacia abajo, como esos perritos de juguete que se ponen en los vehículos. Mas luego se retractó bruscamente (a lo que abrí grande mis ojos, como cuando el dueño encuentra infraganti a su mascota robando alimento). Afirmó que luego de varios años sin recibir respuesta a sus plegarias, comprendió que Dios quería para él una bella esposa y varios hijos; pero que antes de ello, para merecer semejante bendición, debía él vencer a sus instintos tan bajos, y ganar la virtud (a lo que asentí con un rostro de alivio y satisfacción). Luego, el carcelero me invitó a retirarme y nunca más lo ví; y así fue cómo dejó grabada en oro sobre mi corazón esa enseñanza.  

Tanto el maestro chef de la corona inglesa como el ama de casa de los suburbios no argumentarían en contra de que al preparar un banquete es mejor apoyar los alimentos y utensilios sobre una mesa firme y de maderas nobles, antes que hacerlo sobre una mesa desnivelada e inestable. Asimismo, al momento de construir una huerta, un campesino sensato elige un terreno con la tierra lo más fértil posible, y remueve las malezas para tener cosechas lo mejor posible, y no sólo «buenas cosechas». Nuevamente, trivialidades. Mas pareciera que al hombre moderno le da igual sentarse en el restaurant que almuerza todos los domingos, y que un día tenga una mesa firme y que al siguiente fin de semana la moza le sirva los alimentos sobre el piso de tierra. Pareciera que a muchos jóvenes modernos les da igual si el chico o la chica que les interesa tiene un corazón lujurioso o no, porque lo importante, para éstos, radica en sentirse acompañados. Y les resulta indistinto si en una primavera prometen su corazón para toda la vida a esa persona y a la primavera siguiente repiten el mismo rito con otra.  

La opción por la virtud o el vicio no escapa tampoco a la Tierra Media. Y si en algún momento se sometió a prueba tales opuestos, nadie dudará que ocurrió en la carga de los jinetes de Rohan contra los sitiadores de Gondor. Recordemos que en esos años había humanos no sólo en la facción bajo las órdenes de Theoden y en las murallas de Gondor, sino que además había humanos en las filas perversas. No fueron inmortalizados los sentimientos de los jinetes, aunque naturalmente la inteligencia obliga a encontrar corrientes tanto de valor y lealtad en sus corazones, como también de miedo e incertidumbre. Mas, la virtud se encontró en que la Fe es aquello que es capaz de sobrevivir a un estado de ánimo, al miedo que pudieron haber sentido los jinetes.

Verdad es que nos asustan las pruebas, y el miedo es proporcional a su dimensión. Más aún, le recuerdo que bienaventurado aquel a quien Dios le presente empresas grandes, las cuales siempre es libre de rechazar o aceptar. Así, entre hombres de toda raza y renombre, el pequeño-gran Frodo Baggins se ofreció para llevar el anillo de Sauron, aún a costa de su propia vida, y un pesado y prolongado sufrimiento. Sin embargo, como sabemos que Eru no abandona a sus elegidos que aceptan con caridad, me gusta pensar que Frodo tuvo a su Ángel de la Guarda, Sam. Y esto no es de extrañar que lo haya revelado así el autor de esa Tierra, ya que en su (y nuestra) habilidad de co-creador, reflejó la Bondad de Nuestro Señor al enviar al Arcángel San Rafael para ayudar, proteger y guiar a Tobías para cobrar la deuda de su padre, casarse con Sara, y curar a la ceguera del padre (Tob. 5,1-12). Y el ángel se mantuvo hasta el último momento bajo la forma de un joven, sin revelar su identidad hasta el final al ser interrogado.

Bello e inspirador es el diálogo entre Sam y Frodo, cuando el portador del anillo ya ha perdido la esperanza y el cansancio lo agobia, y es, justamente, quien era un tesoro de virtudes dentro de la coraza de un mero jardinero quien lo alienta a retomar su misión. Y pareciera que al final, cuando Frodo se niega a destruir el anillo (o sea, no puede cargarlo más), la Providencia de Dios actúa trayendo a Gollum para concretar el cometido. Se confirma claramente cómo Dios nos pide que comencemos, que depositemos nuestra confianza, y Él se encargará de “perfeccionar” nuestras acciones.

(Continúa)

Cid Ludovico

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