El siguiente ensayo, que forma parte de la colección The Uses of Diversity publicada en el año 1920, fue traducido muy amablemente por María Cecilia Massano para esta ocasión.
La mayoría de la gente sensata dice que no se puede esperar que los adultos aprecien la Navidad tanto como lo hacen los niños. Al menos eso dice el señor G. S. Street, el hombre más sensato que escribe en la lengua inglesa en la actualidad. Pero no estoy seguro de que siquiera la gente sensata esté siempre en lo correcto; y ese es mi motivo principal para decidir ser disparatado, una decisión ya irrevocable. Será porque soy disparatado, pero prefiero pensar que —comparado con el resto del año— yo disfruto de la Navidad más que cuando era niño. Claro que los niños sí que disfrutan la Navidad, disfrutan de casi todo salvo de recibirla palmada1: de esa verdad, sin duda, surgió la costumbre. Pero el verdadero punto no es si el colegial disfruta de la Navidad. El punto es que disfrutaría también de la No Navidad. Es ahora que proclamo con la mayor vehemencia que debo denunciar, detestar, abominar y repudiar la insolente institución de la No Navidad. Al niño le alegra encontrar una nueva bola que, digamos, el tío William —vestido todo de San Nicolás, pero sin halo— ha puesto en su calcetín. Pero de no recibir una nueva bola, fabricaría mil bolas nuevas con la nieve. Y no se las debería a la Navidad, sino al invierno. Supongo que la policía está reprimiendo el arrojarse bolas de nieve, como toda otra costumbre cristiana. Ya no verá un próspero y serio hombre de negocios una gran estrella plateada estampada de pronto en su chalecoque lo invistiríaahora sí con la Orden de la Estrella de Belén. Pues se trata de la estrella de la inocencia y la innovación, y debería recordarle que un niño aún puede nacer. De hecho, podemos decir con certeza que los niños no disfrutan de ninguna estación, porque disfrutan de todas. Yo mismo soy del tipo físico que prefiere en gran medida el clima frío al caluroso; y me resultaría más sencillo creer que el Edén se encuentra en el Polo Norte que en cualquier zona tropical. Cuesta definir el efecto del clima: solo puedo decir que el resto del año me veo desaliñado, pero en verano me siento desaliñado. Sin embargo, a pesar de que —segúnlos biólogos modernos— mi constitución humana hereditaria habrá sido en esencia la misma en mi niñez que en mi presente decrepitud, puedo recordar con claridad celebrar la idea de libertad, e incluso de vitalidad, en días un tanto infernales. Mi escuela contaba con la excelente costumbre de concedernos la tarde libre cuando parecía que hacía demasiado calor para trabajar. Y bien recuerdo la alegría gigantesca con la que solté el libro de Virgilio y comencé a correr en círculos por el campo de juegos. Mis gustos sobre esta cuestión han cambiado. No, se han revertido. Si me llego a encontrar —por algún suceso que no puedo conjeturar con facilidad— en un calcinante día de verano corriendo en círculos por un campo, espero no parecer pedante si digo que preferiría estar leyendo a Virgilio.
Es entonces posible, al mirarlo de este modo, que los señores mayores festejen más la Navidad que los niños. Habrán de encontrar a la Navidad más entretenida, así como han llegado a encontrar a Virgilio más entretenido. Y, a pesar de todo lo que se dice sobre la frialdad del clasicismo, el poeta que escribió sobre el hombre quien en su hogar rural no le teme ni al rey ni a las multitudes2 no era de ninguna manera incapaz de entender al señor Wardle3. Y son con exactitud esos sentimientos, así como otros similares, los que el adulto aprecia más que el niño. El adulto, por ejemplo, aprecia la domesticidad más que el niño. Y uno de los pilares y primeros principios de la domesticidad, tal como ha señalado el señor Belloc4 con acierto, es la institución de la propiedad privada. El budín navideñorepresenta el misterio maduro de la propiedad, y la prueba del hecho está en su consumición.
Siempre he sostenido que Peter Pan estaba equivocado. Era un muchacho encantador y sincero en su afán por la aventura;mas, si bien era valiente como un muchacho, también era cobarde como un muchacho. Admitió que sería una gran aventura morir, pero no pareció ocurrírsele que sería una gran aventura vivir. De haber consentido a marchar junto a la fraternidad de sus semejantes,hubiera descubierto que hay experiencias sólidas y revelaciones importantes incluso en el acto de crecer. Se trata de realidades que jamás hubieran podido volverse reales para él sin destruir el verdadero bien detrás de su punto de vista juvenil. Pero ese es el motivo por el cual él debió haber hecho lo que se le mandaba. Ese es el único argumento en favor dela autoridad parental. Al lidiar con la infancia, tenemos el derecho de dirigirla; porque, de convencerla, la mataríamos. Ahora bien, el error de Peter Pan es el error de la nueva teoría de la vida.Podría llamarlo peterpanteísmo. Es la pretensión de que no existe ventaja alguna en echar raíces. No obstante, si habla con inteligencia al árbol más cercano, le dirá que es usted un burro despistado. Existe una ventaja en la raíz, se llama fruta. Es mentira que el nómade es más libre que el hombre rural. El beduino habrá de adelantarse en su camello, dejando un remolino de polvo; pero el polvo no es libre porque vuele. Tampoco es libre el nómada porque vuela. No puede usted hacer crecer repollos en un camello, no más que en una celda. Por otra parte,opino que los camellos tienen un andar bastante tranquilo. De todos modos, ese es el caso de la mayoría de las criaturas nómadas, pues resulta un gran fastidio llevar la casa a cuestas. Los gitanos lo hacen, así como los caracoles; pero ninguno llega muy lejos. Yo habito una de las casas más pequeñas que la clase cultivada puede llegar a concebir; pero, si soy franco, confieso que lamentaría tener que cargarla conmigo cada vez que salgo a dar un paseo. Es cierto que algunos automovilistas por poco noviven en sus automóviles. Pero me complace afirmar que estos automovilistas tienden a morir en sus automóviles también. Perecen, me alegra decir, de una manera alarmante y espantosa; como si se tratase de un castigo por haber intentado sacarle ventaja a criaturas superiores a ellos mismos, como el gitano o el caracol. Pero, hablando a grandes rasgos, una casa es algo que se queda quieta. Y una cosa que se queda quieta es algo que echa raíces. Una de las cosas que echa raíces es la Navidad, y otra es la mediana edad. El otro gran pilar de la vida privada, aparte de la propiedad, es el matrimonio; pero no voy a tratar ese asunto aquí. Suponga usted que un hombre no tiene ni esposa ni hijos, suponga que cuenta solo con un buen sirviente, o tan solo un pequeño jardín, o nada más que una pequeña casa, o un pequeño perro y ya. Aun así notará que ha echado raíz de manera involuntaria. Se percata de que hay algo en su propio jardín que ni siquiera estaba en el Jardín del Edén; y, por lo tanto, no se halla —y me quito el sombrero ante los socialistas— ni en los Jardines de Kew ni en los de Kensington5. Comprende lo que Peter Pan no pudo jamás comprender; que una simple casa humana propia, erigida en el propio jardín, es tan romántica como una casa más bien nublada en la cima de un árbol o una casa muy conspirativabajo sus raíces. Pero esto se debe a que ha explorado su propia casa, cosa que Peter Pan y otros niños descontentos casi nunca hacen. De todos modos,los niños habrán de pensar en el país del Nunca Jamás, el mundo que se encuentra afuera. Pero nosotros habremos de pensar en el país de Por Siempre Jamás, el mundo que se encuentra adentro, el mundo que perdurará. Y ese es el motivo por el cual, pecadores como somos, entendemos mejor la Navidad.
NOTAS
1 Alusión a una antigua costumbre navideña del norte de Europa, en la que se ofrecían tanto regalos como una leve corrección a todos los niños, sin distinción entre quienes habían sido considerados «buenos» o «malos», con el fin de enseñar que nadie está exento de la autoridad divina y que, al mismo tiempo, todos son merecedores de sus gracias.
2 Alusión a Geórgicas (Libro II), donde Virgilio elogia el estilo de vida rural.
3 El señor Wardle: personaje de Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836-1837) de Charles Dickens. Terrateniente rural que celebra una alegre Navidad.
4 Belloc, H. The Servile State (1912).
5 Jardines de Kew y de Kensington: parques londinenses de administración estatal.