Por Cid Ludovico
Lo que el hombre ha perdido en este siglo no es la fe, sino la razón
Estimado lector, recordemos el punto principal sobre el que estábamos disertando:
“Dios, en su infinita bondad, no quiere dejarnos sin obtener las virtudes, sin que alcancemos el título de hombre virtuoso”.
Llegando al final, es preciso que no pase por alto el siguiente punto. Nuevamente, es Chesterton quien nos recuerda que es menester elegir algo, y ser ferviente coherente en ello. De todas las teorías que fueron establecidas a lo largo de la historia del hombre, tenemos que necesariamente elegir una. Aún cuando se está eligiendo algo malo. Y es preciso saber que toda elección se reduce a tan sólo dos opciones: o se busca la virtud o se busca el vicio. Si un hombre viera un problema y dijera que existen tres posibilidades, agregando a las anteriores una nueva o una “neutra”, se estaría equivocando. Si el problema está bien estructurado, sólo hay dos posibles caminos; quien denotara alguno más o alguno menos, estaría estructurando incorrectamente la situación, e incurriría en confusión. Y más aún, la virtud es dinámica. Es decir, en la virtud siempre se está creciendo o decreciendo, pero nunca se está constante. Quien considere que su crecimiento en cierta virtud es nulo (es decir, constante), probablemente no sólo esté decreciendo sino que esté siendo engañado por un vil y tonto servidor de Sauron como es Orugario. Por tal razón, querido amigo lector, si ha permanecido conmigo hasta este momento le ruego que no permita que su alma sea aconsejada por Gríma Wormtongue al rey de Rohan, sino que procure hacerse de un justo consejero.
Y he aquí lo que me fascina, lo que es realmente asombroso: así, cuando aceptamos las misiones, aquellas de apariencia pequeña o esas de mayor porte, entonces, uno se vuelve un jinete de Rohan más. Así, Frodo se hace un jinete más. Y los jinetes se hacen Frodo y Sam. Y aquellos de la compañía del anillo también se vuelven jinetes. Porque esto es lo maravilloso del Bien y la Virtud. Sería como una “comunión de los Santos”. El bien se comparte y los une a todos sin importar el lugar o el momento. Son todos éstos un mismo ejército que cabalga hacia la muerte. “¡Muerte! ¡Muerte! ¡MUERTE!”. Y es esta, precisamente, la paradoja más bella: que la muerte deja de ser tenebrosa, porque ya no es muerte, sino que se cabalga hacia la verdadera vida. Pocas cosas más bellas debe haber que el saber que uno va a morir, porque, entonces, todo se alinea y orienta hacia el bien.
Imaginar la alegría de los soldados de Gondor al ver a los jinetes avanzar hacia el abismo. Y pensar que esa alegría fue cierta, mucho más cierta de lo que uno cree. Cierta de verdad, y se materializó en la fuente de inspiración de J.R.R. Tolkien: el asedio del Imperio Otomano a Viena en el siglo XVII, y su liberador el rey polaco Juan Sobiesky al frente de los “Húsares”, jinetes alados. Realmente un desquicio, donde las esperanzas eran nulas. En esta descabellada batalla, las unidades musulmanas superaban a las cristianas en más de diez a uno. Por la Gracia de Dios, el ejército cristiano venció. Y este conflicto bélico significó el freno del avance de los otomanos sobre la Cristiandad. Podrá comprender el lector por que esto explica la relevancia de este enfrentamiento en la creación del escritor inglés.
Mas aún, lo anteriormente nombrado puede (y debe) ser elevado a un plano divino (y tengo depositada plena confianza en que así será). Pido disculpas a mis amigos teólogos si de ahora en más presento alguna herejía. Empero me resulta inevitable soñar con que, además, en un futuro (lejano o cercano), formaremos parte de un ejército inmensamente superior y sublimemente más digno. Es que entonces cabalgaremos, ya no bajo las órdenes del rey de Rohan, Théoden; tampoco junto a los jinetes alados y el rey polaco. Sino que avanzaremos bajo las órdenes San Miguel Arcángel (Apoc. 12, 7-9), junto a los coros y ejércitos celestiales, junto a los santos del Señor, para poner fin al mal, y hacer reinar el bien para toda la eternidad.
Verá que no traicioné mi palabra: no he descubierto absolutamente nada novedoso ni innovador (tal vez alguna herejía nueva, pero fue sin intención). Personifico a aquel aficionado que decidió salir en un barco a buscar nuevas tierras que conquistar, y al bajar de su nave y clavar la bandera se dio cuenta que aquello que veía como tierra nueva era, en realidad, la misma tierra que co-existía hace siglos indiferente a la presencia de aquel navegante; porque, sin percatarse, era efectivamente era el lugar desde donde él mismo había partido ignorando su origen.
Espero no haberlo aburrido; me conformaría con que considere que estas líneas no fueron una pérdida de tiempo. Permítame un último punto, una última obviedad. Por gracia de Dios, sigue con vida, y, aunque sea ridículamente evidente, sólo en vida puede el hombre actuar, elegir. Sólo en vida puede uno pelear por ser un hombre virtuoso; no difiera el enriquecimiento de su alma para el mañana que nunca llegará. Es por esto, querido amigo, que “pongo delante de ti al Bendito Sacramento… en Él hallarás el romance, la gloria, el honor, la fidelidad y el verdadero camino a todo lo que ames en la tierra, y más todavía: la Muerte” (Tolkien, 1941, Tolkien a su hijo Michael, Marzo 1941). Entonces, lo animo a que tome su lanza, su casco, aliste su caballo, y forme parte de las filas de los jinetes de Rohan. Y verá que si procura hacerlo, entonces será como aquellos grandes (a los ojos de Eru) hombres inmortalizados en los versos de los elfos, y entonará gloriosamente el dulce canto: “¡Muerte! ¡Muerte! ¡MUERTE!”
FIN.
Cid Ludovico