Opción por la carga (2/3)

Por Cid Ludovico

Lo que el hombre ha perdido en este siglo no es la fe, sino la razón

Estimado lector, recordemos el punto principal sobre el que estábamos disertando:

“Dios, en su infinita bondad, no quiere dejarnos sin obtener las virtudes, sin que alcancemos el título de hombre virtuoso”.

Sin embargo, como fue planteado antes, puede ocurrir que no se opte por la virtud, por varias razones seductoras y válidas para el hombre moderno, pero en donde se rechaza lo bueno al fin. Tal es el caso del desdichado marinero que no quiso abordar el Viajero del Alba junto al Príncipe Caspian y el resto de la tripulación. Cualquier hombre sensato sabría que chances varias hubo de que este hombre no accedió a subir al barco por el terror que significaba emprender una navegación hacia un rumbo nunca antes conocido, de dimensiones inmensurables e inimaginables. Nos es relatado que este marinero (si así aún mereció ser reconocido a partir de entonces), llamado Pittencream, vivió el resto de su vida contando historias maravillosas aunque inventadas, y terminó por volverse un lunático. Es que el no buscar el bien, necesariamente, lleva a no gozar de él tampoco. Y el rechazar el bien, no lleva solo al mal; sino que otro puerto al que puede derivar quien niega con plena, parcial o nula conciencia lo bueno, es el no-bien, la irrealidad, la incoherencia, la no existencia, la destrucción, en fin, el vacío y la tristeza. 

Por favor, no es mi intención espantar al lector con la anterior descripción tan dramática, por lo que propongo un caso más esperanzador. Éste es el del joven Edmund Pevensie, uno de los cuatro hermanos que ingresaron a Narnia por el ropero. Si bien enternece el retorno a sus hermanos, es menester resaltar que su elección por la Bruja Blanca no es justificada bajo ningún pretexto. Y si el lector se hallase en semejante situación, mi consejo es que no desespere; sino que opte por abandonar a la bruja, y volver al león. Al principio (y a veces no tan al principio) puede ocurrir que uno haga las veces Edmund, pero que sirva el caso de lo ocurrido al Rey David (2 Rey 11,1-27) y su caída, con Betsabé, por su concupiscencia. Recordar cómo Aslan llamó al joven, éste escuchó y se arrepintió; traer a la mente cómo el Señor llamó a la corrección al Rey David por medio de Natán; y así, tener presente que nosotros también somos llamados a despreciar el vicio, y abrazar la virtud continuamente. 

La virtud plenifica, mientras que el vicio divide. Aquel que experimentó esto fue uno de los Istari: Saruman el blanco. Éste mordió el fruto prohibido, y difractó su esencia al momento de nombrarse a sí mismo como Saruman el multicolor. Aquel que se haya adentrado en el estudio de la física sabrá que la luz blanca contiene todo el espectro de longitudes de onda que el ojo humano puede captar (es decir, todos los colores), y que se conoce como luz visible. Ergo, al transformarse en Saruman el multicolor, éste dividió lo que antes era uno, el blanco, en muchos colores, el multicolor. De igual manera lo explica muy clara y sencillamente Chesterton al protestar contra la absurda idea de reducir a las personas meramente a la sumatoria de canicas amarillas y canicas azules, siendo unas aportadas por el padre y otras por la madre. Pues, evidentemente, eso no es así; sino que los individuos son algo así como canicas verdes, algo inmensamente superior y disruptivo. El poeta inglés dará un paso con los colores al afirmar que los colores deberían tener un significado. Y es que, precisamente, es éste el error del artista moderno: desparramar y salivar pigmentos de manera arbitraria que impactarán sobre largos y anchos bastidores; los cuales, símbolos de una falta de respeto y atropello a la razón, terminarán vistiendo las salas y pasillo de edificios como “El culto a la ridiculez: MoMA” (aunque algunos que dicen saber de pseudo-arte lo llaman “Museum of Modern Art”), en ciudades como New York City (donde el metro cuadrado cuesta más dólares que el número más grande que un artista moderno promedio sabe contar). Por otro lado, el antiguo artista otorga a los colores no solo importancia que determinan éstos sino, también, la autoridad que denotan al dar vida a la co-creación.

Tan sólo instantes luego de que una persona discurre sobre el pasado, suele aparecer en mi mente una idea muy particular por ser nostálgica, melancólica, y dramática. El pensamiento es el siguiente: pienso que yo debería haber partido de esta tierra cuando era un niño de tan sólo 10 años. Efectivamente, lo creí por algún tiempo. Pues claro, porque a esa edad mi corazón era puro y noble, y sólo buscaba hacer el bien y evitar el mal. De hecho, si en algún momento obraba mal (exempli gratia: decir una mala palabra letal y tan tajante como “sos malo” a otro niño), rápidamente rezaba un “Pésame”, para pedir perdón a Dios, seguido de un “Ángel de la Guarda”, para pedirle a mi ángel que me ayude a no volver a caer en pecado. Y todas estas fórmulas para evitar el pecado, salían de mi cabecita, nadie las aconsejaba. Verá, pues, el lector que por tal razón siempre pienso que mi vida debería haber concluído a esa edad. Sin embargo, ese pensamiento es equivocado porque, como hemos dicho antes: feliz aquel a quien Dios le pide mucho. El querer huir a las pruebas, a los desafíos, a las empresas, es cosa no sólo de cobarde, sino de tibio (¡Puaj! qué repugnante ser tibio). Para mayor honor aún, en el aceptar y persistir en las grandes hazañas, junto al sacrificio y el esfuerzo empleado, nos convertimos en verdaderos héroes.

(Continúa)

Cid Ludovico

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