Soy defensor de que el principio de toda búsqueda de sabiduría debe consistir en primer lugar en un andar humilde, aunque magnánimo. Como decía Bernardo de Chartres: “Somos como enanos sentados sobre las espaldas de gigantes. Vemos, pues, más cosas que los antiguos y más alejadas; pero no por la penetración de nuestra vista o por nuestra mayor talla, sino porque nos levantan con su altura gigantesca” (Gilson, 1976). Así a través de nuestras voces resuenan las de aquellos que nos han precedido en el tiempo, y por la cual podemos saber que andamos en verdad.
Como grandes admiradores de su pensamiento creemos conveniente mostrar al gran Gilbert Keith Chesterton (al cual seguramente ya conocen gracias a nuestro querido amigo, el Sr. Bombadil) quien, aunque solapadamente, ya plasmaba esta idea al comienzo de su autobiografía titulada, como no podía ser de otra manera, Autobiografía: “Doblegado por una ciega credulidad, como es habitual en mí, ante la mera autoridad y tradición de mis mayores, y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington…” (Chesterton, 2006). El príncipe de las paradojas, con su humor habitual, nos hace reflexionar sobre una verdad suma, a saber, que el primer paso del humilde es la fe. No podemos corroborar todo. Está en nuestra propia naturaleza el confiar. ¡Es connatural a nosotros! Necesitamos tener un punto de partida sobre el cual afirmarnos para dar el primer paso en el camino.
Sirva esta pequeña introducción para hablar sobre la fe. Lo primero que es necesario aclarar es que no hablamos aún de una fe religiosa. Esa es sobrenatural y sólo podemos tenerla como un don del mismo Dios, Uno y Trino. Ya llegará el momento de hablar de ella. La que nos interesa es la otra, la natural, la que queramos o no, ya poseemos y utilizamos constantemente.
Un niño, en sus años más felices, no puede ni debe corroborar que su gran amigo el sol aparecerá cada mañana por el mismo lugar (los especialistas lo llaman “el Este”) sino que simplemente se deleitará cada vez que ocurra este maravilloso suceso. Por su parte, un joven no puede ni debe corroborar que su mejor amigo del colegio, le devolverá ese lápiz que le prestó. Simplemente da un salto de fe. No un salto irracional sino ingenuo, ya que quien posee el don de la ingenuidad (como su misma significación indica) está libre de ataduras, no es prisionero de prejuicios o racionalismos, sino que es el más racional del mundo, porque comprende cuán humano, cuán natural es creer.
Sólo el mundo en el que vivimos, lleno (y harto) de demostraciones, requiere hasta la última prueba de cada movimiento. Y así el mundo se encuentra como se encuentra, a nuestro entender, sufriendo dos enfermedades: la del corredor y la del paralítico. La primera porque nunca detiene su carrera, siempre está apurado, vive sin saberlo como un defensor acérrimo de ese filósofo griego llamado Heráclito, que decía que todo es movimiento, que nada nunca reposa. La segunda enfermedad, la del paralítico decíamos, es a simple vista opuesta a la anterior… pero no es así. Esta es una parálisis intelectual. Es la peor consecuencia, pues quita tiempo para ejercer la inteligencia, para detenerse a mirar lo que la realidad muestra, y así el mundo, mas qué decimos el mundo, el hombre concreto, cada uno que se deja arrastrar por la marea, pierde la lucidez para discernir lo que es propio de cada situación, lo que hace falta a cada momento.
Hasta aquí un sencillo análisis. Pero ¿qué hacer si estamos inmersos en esta marea? Pues, como dice un sabio profesor nuestro, “todos podemos quemar un campo, pero ¿quién está en condiciones de volver a cultivarlo?”
La solución implica dar un salto especial, sobrenatural. Asentir con nuestra inteligencia a algo que está más allá de nuestra razón, pero que no es irracional sino supraracional. Y este asentimiento sólo puede darse ante la presencia de una persona. Este encuentro sumamente íntimo nos mueve naturalmente a confiar en la autoridad de quien habla con verdad, y aún más, quien es la Verdad, Dios hecho hombre. Aquel que no puede mentir. Aquel que dio ejemplo con su propia vida. Aquel que calmó a las muchedumbres dándoles el pan y la palabra. ¡Jesucristo mismo!
Noten qué interesante, si observamos bien, que Él en reiteradas oportunidades, aun pudiendo obrar sólo, hizo parte de sus milagros a actores secundarios, para que también ellos crezcan en la caridad que Él les participaba. Para alimentar a las muchedumbres dispuso de la ayuda de sus apóstoles. Para curar al paralítico hizo lo propio con los cuatros prójimos de este.
Cristo, maestro único de todos, como diría San Buenaventura, es el ejemplo de servicio y entrega propia. Es ejemplo de lucidez para lo que cada situación demanda. Es tantos ejemplos… pero sobre todo es maestro de fe. Maestro que enseña a confiar en los planes del Padre, infinitamente fiel e infinitamente sabio, que es guía y que conduce a través del camino mismo de la vida.
Quien entienda la importancia de la fe para los hombres naturalmente estará invitado a ejercitar la escucha en Aquel que nos soñó únicos e irrepetibles, con un plan que es nuestra tarea ir descubriendo para pregustar ya desde ahora mismo, en este mundo, de aquella tierra que se nos prometió.
En un mundo de tantos ídolos y mareas que van y vienen, Cristo es el pilar firme que no se mueve y en el cual debemos apoyarnos. Como dice ese sabio lema de la orden cartuja: stat crux dum volvitur orbis, es decir, la cruz sigue de pie, mientras el mundo gira.
Bibliografía
Chesterton, G. K. (2006). Autobiography. San Francisco: Ignatius Press.
Gilson, É. (1976). La filosofía en la Edad Media. Madrid: Gredos.