Por Cid Ludovico
«Y al morir en vuestro lecho, dentro de muchos años ¿no estaréis dispuestos a cambiar todos los días desde hoy, por una oportunidad, solo una oportunidad de volver aquí y decir a nuestros enemigos que tal vez puedan quitarnos nuestras vidas, pero jamás nos quitarán la libertad?»
(Braveheart, 1995)
Damas y caballeros, he decidido dar introducción a los siguientes párrafos con el final de unos de los discursos más conmovedores ¡Ciertamente estas palabras tienen un efecto maravilloso! Porque al comentarlas con varones, todos compartimos el fuego e hinchazón en el corazón ardiendo en valentía. Mientras que al compartir estas palabras con las damas, curiosamente, ocurre que a muchas de ellas se les derrite el corazón plácidamente por enamoramiento. Tan sólo con estas pocas líneas podemos sacar dos conclusiones: la primera es que este discurso no solo nos deleita sino que también nos sugiere una moción a la acción; y la segunda es que podemos confirmar que a todos nos encanta William Wallace, aunque de distintas maneras.
Es precisamente el llamado a la acción la temática sobre la que pretendo disertar. Pero antes de hacerlo, no quiero dejar de hacer un ligero comentario sobre las recientes líneas que escribió nuestro estimado y talentoso Juglar Prieto en su artículo titulado “Al heredero lo del heredero…” (Prieto, 2020). Impresionado por tales nobles líneas, identifiqué en mí sensaciones y razonamientos similares a los que él experimentó. Intuyo que lo mismo ha ocurrido a todos aquellos que tuvieron la oportunidad de leerlo.
En particular, lo que he percibido con asombro es esta tentación a la que todos nos vemos sometidos al intentar separar al autor de su obra. Están quienes resisten frente a tal tentación. Están, también, quienes apoyan esta “no correspondencia” entre el pintor y su pintura, entre el escultor y la escultura, entre el escritor y su escrito. Aquellos que fomentan tal divorcio, realmente me dejan atónito. Porque a estas personas les resulta más clara y plausible la idea ridícula de que el pincel, el cincel, la espátula y la pluma tienen inteligencia y vida propia como para crear la obra; en donde el artista es tan sólo el sostén de la herramienta. Estas personas divinizan trozos de madera, de polímeros, de metales. Mientras que les escandaliza lo opuesto: es decir, donde la pluma es un intermediario accidental que permite al escritor y al profesor imprimir la filosofía que ha descubierto (o un entendimiento que le ha sido revelado, y él acepta humilde y dócilmente). Son ellos los que se indignan cuando se estudia la obra a la luz de la vida del artista. Ahora, el que tiene el derecho a indignarse soy yo, somos nosotros ¿cómo puede alguien atreverse a extirpar la obra de J.R.R. Tolkien y colocarla en el vacío, aislada del mundo, presa de toda interacción como si se tratase de un experimento de laboratorio? Reclamo, pues, ¿cómo puede alguien llevar a cabo esa amputación tan ligera y gratuitamente? Es que, precisamente, el problema se deja entrever por aquí.
Ahora bien, antes de proseguir, es menester remarcar que todo lo que se vaya a escribir de ahora en adelante está primeramente dirigido hacia mi persona, Cid Ludovico. De ahora en más, las palabras se transforman en un pseudo examen de conciencia o en La Catarsis de Cid Ludovico. En efecto: cuando Juan habla de Pedro, más habla de Juan que de Pedro. Es preciso que se denote así para evitar ofender a los generosos lectores.
Retomando la plática sobre las palabras de nuestro querido Trovador Prieto, despertose en mí la necesidad de escribir sobre esta disforia entre la Fantasía y nuestro mundo. Sin embargo, a pesar de nuestro desconcierto debido a la insensatez de los mencionados lectores con vil intención de difractar la obra del artista, no pretendo hablar sobre ellos sino sobre mí, sobre nosotros. Aquí es donde cobra sentido el llamado a la acción del que antes dije que me propondría hablar. Naturalmente, como es evidente, y como nos lo recuerda William Wallace eufóricamente: sólo nosotros podemos hacer uso de nuestra libertad, sólo nosotros tenemos poder (aunque limitado) sobre nosotros mismos (incluso, es por tal razón, que un siervo, un esclavo, es libre). Es por este motivo que pretendo hablar sobre nosotros y nuestro poder para ejercer cambios en nosotros, nuestra voluntad. Y más precisamente, hablar sobre la disforia que existe en nosotros. Alguien podría con validez inquirir «¿Qué es esta disforia de la que nos habla, ¡oh!, valiente hidalgo Cid Ludovico?» Veámoslo.
He aquí la cuestión. Pareciérame que cuando leo las hazañas de los héroes de Las Crónicas de Narnia (Lewis, 1956), veo con muy buen agrado los actos formidables, las entregas desinteresadas, la esperanza inquebrantable, la convicción en defensa del bien; en fin, las virtudes de los personajes. Lo mismo ocurre cuando estoy inmerso en los áuricos tomos de El Señor de los Anillos (Tolkien, 1954), o en el Silmarillion (Tolkien, 1977), y también cuando repaso las páginas de El Hobbit (Tolkien, 1937). Sin embargo, tengo la inclinación injusta y mediocre de crear un abismo entre esas historias y mi persona, pensando: «esas son cosas propias de Fantasía». Y con estas razones tan someras, me resigno a no crecer en virtud, a conformarme con “no ser tan malo” o a resignarme a ser uno más de la masa. Es decir, sueño y me deleito con los hechos asombrosos de otros, pero no aspiro a ser yo un hacedor de hechos heroicos. Esto es lo que yo llamo disforia. Y, salvando las distancias, es un síntoma distinto de la misma enfermedad que denuncié párrafos anteriores al referirme sobre los comentarios del Juglar Prieto en cuanto a los cirujanos extirpadores de obras de sus autores. Consecuentemente, si bien ambos síntomas hay que combatirlos, como especifiqué previamente, me centraré en mí, en nosotros.
Para no derribar toda esperanza (¡oh! la sin par Esperanza), he aquí la medicina a semejante y trágica enfermedad. Propongo, pues, apelar a Tolkien (causa y, espero, solución al conflicto) al hablar en su ensayo “Sobre los Cuentos de Hadas” (Tolkien, 1947). El profesor descubre y enseña que el hombre tiene la capacidad de subcrear. El ensayo sugiere la capacidad del hombre para subcrear nuevas historias en Fantasía. Ahora bien, mi propuesta es aplicar el poder de encantamiento para sustraer dicho concepto-capacidad de todo hombre para no aplicarlo al fino arte de la subcreación de nuevas gestas, sino para aplicarlo a Cid Ludovico y a cada uno de nosotros. Es menester apaciguar momentáneamente el afán de subcrear fuera de nosotros para comenzar a hacerlo dentro de nosotros mismos.
«Los cuentos de hadas no son más que reales; no porque les enseñen a los niños que existen los dragones, sino porque les enseñan que se puede vencerlos ». (Chesterton, 1908)
Conocer a los dragones no basta si no nos proponemos vencer esos dragones. Aquél, el último que profesó la orden de la caballería andante, el hidalgo Don Quijote de la Mancha (Cervantes, 1605), propusose matar gigantes, liberar cautivos, socorrer doncellas, hacer el bien y nunca el mal en toda ocasión que se le presentase luego de aprender de los actos heroicos que en los libros de caballería conoció. Loco está quien loco arguye a este valiente caballero. Este distinguido inactual tuvo un espíritu magnánimo que pocos hombres pueden siquiera divisar.
Mi temor, querido lector, reside en ser como las estatuas del Castillo de la Bruja Blanca que se leen en Las Crónicas de Narnia (Lewis, 1956). Esas estatuas tenían pleno potencial de ser buenas creaturas. Pero estaban duras, congeladas, hechas piedra: estaban dormidas. El tiempo corría, los días pasaban, el bien y el mal se disputaban, mientras ellas, meramente, reposaban. Y la causa de este sueño en el que estaban inmersas estas creaturas no fue otro sino el contacto con la malvada Bruja Blanca, enemiga de todo lo bueno, quien viendo el potencial de bondad en éstas, quiso adormecerlas: coartar, distraer, desviar y apaciguar sus sublimes vocaciones. Hay quienes, conociendo las virtudes, prefieren pasar desapercibidos, ignorando el llamado al heroísmo. Pretenden vivir largas y cómodas vidas, sin hacerse notar, sin llamar demasiado la atención para evitar, a toda costa, inconvenientes con los malos. Ser de la masa, no resaltar ¿con qué fin? Non nobis, Domine. La sociedad y cada uno de nosotros pareciera estar anestesiada, reposando, congelada. Traigamos a la mente las palabras del escocés dichas al comienzo.
Es preciso, es justo, y se nos demanda que cuando conozcamos el Bien, dejemos todo por obtenerlo. Tal fue el bello caso del amor entre Arwen y Aragorn (Tolkien, 1954). Ella, de vida inmortal, al conocer al heredero del Reino de Gondor, decidió hacer a un lado esa posibilidad, para vivir una vida corta, mas plena, junto a su amor ¿qué amante no dejaría todo por estar junto a su amado? y ¿de qué vale cada instante del tiempo del amante si no está junto a quien ama? ¿De qué vale una vida larga si ésta es tibia y pusilánime? ¿Con qué honor quisiéramos que nuestros padres, cónyuges, hijos y nietos nos rememoren? Por favor, no en espíritu de vanagloria, sino en debido servicio a Aquel que ve en los secretos.
Como nos recordaba el entendido Trovador Prieto, son tiempos en donde la oscuridad en avance parece ofuscar no sólo las mentes sino las almas. Mientras el Rey Theoden arenga a los Jinetes de Rohan, una letanía reza «Este es un día de espadas» (Tolkien, 2004, p. 1096). Amigos, yo les digo: este es un siglo de espadas. Nunca fueron tan evidentes los dragones y orcos que hoy buscan devorar a los niños en el seno materno, para luego acometer demás atrocidades. Nunca fue tan claro el llamado y la necesidad de volvernos héroes.
Tú, querido amigo. Tú, ¿quién si no? Quitemos ese abismo entre lo que vemos como bueno y aquello que hoy somos. Al conocer la Batalla del Abismo de Helm o la Batalla de los Campos del Pelennor (Tolkien, 1954) ¿quién no deseó haber podido formar parte de ellas? Claro es que todos los que nos representamos en esas situaciones tenemos la certeza de que podríamos haber muerto, dejado todo en ellas. Ahora bien, es preciso no caer en la tentación de ser valientes solo en nuestra imaginación o en situaciones potenciales, extremas e infactibles. La batalla es hoy. Milicia es la vida del hombre aquí en la tierra (Job 7, 1), y ya resuenan los tambores de guerra. El cielo y la tierra nos exhortan. Venzamos nuestra propia tibieza y mediocridad, y procuremos crecer en virtud y compromiso extraordinarios. Volvámonos parte de ese puñado pequeño de hombres que salva a cada época. Seamos los capitanes, seamos los caudillos, seamos los héroes concretos de nuestros días. No sabemos qué es lo que nos depara y tampoco tenemos control sobre ello. Por tanto, «lo único que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado». (Tolkien, 1954).
Cid Ludovico
Bibliografía
CERVANTES, Miguel. Don Quijote de la Mancha. Editorial Gredos. Madrid, 1605.
CHESTERTON, Gilbert Keith. Enormes Minucias. Editorial Espuela de Plata. Reino Unido, 1908.
GIBSON, M. C. G., DAVEY, B. (productores) y GIBSON, M. C. G. (director). (1995). Braveheart [Cinta cinematográfica]. EU.: The Ladd Company, Icon Productions.
LEWIS, Clive Staples. The Chronicles of Narnia. Editorial HarperCollins. Reino Unido, 1956.
PRIETO, Juglar. Al heredero lo del heredero… . Academia de las 4 plumas. Argentina, 2020.
TOLKIEN, John Ronald Reuel. The Hobbit. Editorial HarperCollins. Reino Unido, 1937.
TOLKIEN, John Ronald Reuel. The Lord of the Rings. Editorial HarperCollins. Reino Unido, 1954.
TOLKIEN, John Ronald Reuel. The Silmarillion. Editorial HarperCollins. Reino Unido, 1977.
TOLKIEN, John Ronald Reuel. Sobre los cuentos de hadas. Editorial Minotauro. Reino Unido, 1947.