“¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos” (Tolkien, 2003, p. 85).
“¿Cómo? ¿Estás diciéndome, entonces, que la vida tiene un fin?” Ah, parece que sí, amigos. La vida tiene un fin. No me refiero (y don Tolkien tampoco) al “fin” en el sentido de “un final”. Eso sería más que obvio. No. Al parecer, la vida tiene un fin… teleológico. Sí: te-leo-ló-gi-co (no debe confundirse con “teológico”). Ustedes dirán; “¿De qué clase de delirios cósmicos nos vienes a hablar ahora, Juglar?” No se alarmen, les explicaré.
Están cansados. Lo sé. Noto cansancio en sus miradas, en su voz, en sus mensajes. Nuestro año empezó del modo más arduo y triste. Siento la frustración en sus palabras, la pena en sus expresiones, y el peso de la incertidumbre en sus espaldas. Incertidumbre que emerge luego de una dura batalla sin éxito. Sin duda alguna, fue un golpe bajo, no solo para los argentinos, sino que fue un golpe para toda Latinoamérica que nos estaba viendo. Lo que nos incita a preguntarnos “¿Y ahora qué?”.
“¿No es acaso, milicia la vida del hombre sobre esta tierra?” (Job 7, 1)
Aunque a muchos les cueste, y aunque vengan muchos a vendernos de que la vida es una fiesta, la verdad es que la vida es más milicia que fiesta, amigos. Milicia, y nos exige nuestro máximo esfuerzo ¿Acaso tiene algún sentido el que la vida sea tan difícil? Justamente, a eso quería llegar. La vida tiene un sentido, una finalidad. La vida tiene un fin.
- El sentido trascendental de la vida
(Aclaro que no me refiero a “trascendental” como algo “importante” o “significativo”, sino a lo que supera y va más allá de lo que vemos y conocemos).
¿Por qué defenderíamos la vida si creyéramos que no tiene sentido? Pero al hacerlo, reafirmamos que la vida tiene un sentido y un fin. Esta es la concepción a la que la filosofía llama “teleología” (del griego télos, “fin”, y lógos, “ciencia” o “discurso”). Contrario al pensamiento mecanicista, evolucionista o nihilista, los primeros sabios defendían el valor trascendental de la existencia como algo que tiende a un fin, con una finalidad. Aristóteles dijo que el fin del hombre era la felicidad. En la Edad Media, se le dio un sentido más elevado.
Admirable es el trabajo de aquellos que han sido voceros en la defensa por la vida en la campaña más colosal de la década. Y sus fundamentos científicos, médicos, sociales, éticos, jurídicos e incluso económicos son de gran valía y un indestructible escudo de verdad. Es por eso que vengo a recordar el mayor fundamento de todos: el fundamento teleológico. Uno que, claro, no cumple tanto una función como arma en esta lucha, sino como brújula para nuestro ejército.
Por más que haya iniciado con una frase de Tolkien, esta vez la estrella del artículo será Clive Staples Lewis. Apelo, pues, a su enseñanza, presentada en la obra Cartas del Diablo a su Sobrino (1942). Su argumento es simple: Consiste en una recopilación de treinta y un cartas redactadas por un viejo diablo llamado Escrutopo, en donde expone una serie de consejos para Orugario, su sobrino, quien se encuentra de misión en el mundo, trabajando por la condenación de un hombre. Orugario es bastante torpe, por lo que su tío, con suma paciencia, lo guía en el arte de la tentación y la debilitación de la fe, a la vez que lo instruye en la realidad de la naturaleza humana y en la forma de obrar del “Enemigo” (es evidente quién puede ser el “Enemigo” para el diablo). Nos detendremos en la Carta XV, en donde el diablo enseña a su sobrino:
“Los humanos viven en el tiempo, pero nuestro Enemigo les destina la Eternidad” (Lewis, 2016, p. 87).
Reflexionando intensamente hasta que sus sesos se quemen, vamos a intentar explicar esta frase. En su momento, los sesos de Aristóteles también ardieron cuando deshiló esta gran verdad: El hombre tiene un fin (recordemos, en sentido teleológico), que es su felicidad (eudaimonía), su vida plena y perfecta. Todo lo que elegimos, honor, placer, entendimiento, no lo buscamos por el placer mismo, ni por la gloria misma, sino porque es nuestra vía a la plenitud. Estas cosas no son el fin de la vida, sino que se buscan en vistas a un fin más alto que es la vida feliz. (Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, 1097ab). Pero hay más: esta felicidad consistía en llevar cierta vida, una vida de virtud, es decir, una práctica habitual del bien, que no se realiza en vista a otro bien, sino por el hecho de hacer el bien.
Luego de la época antigua de la filosofía, pasamos a la época medieval. Dejemos a un lado todo prejuicio que nos ha inculcado la “cultura” de hoy, y veamos a qué conclusión llegaron los sabios de este tiempo.
Santo Tomás de Aquino tomó aquél razonamiento aristotélico, y le dio un valor más trascendental, más elevado. La felicidad es el fin del hombre ¿Y cuál es la mayor felicidad que el hombre puede anhelar? Lewis nos da la respuesta: Dios, el enemigo de Escrutopo, le destina al hombre la Eternidad.
Ah, gran sabio literario, que nos enseñas aquello que los sabios medievales nos han demostrado: El fin del hombre es la Eternidad ¿Y qué es la Eternidad, sino Dios, el único perfecto y eterno? De Dios venimos, y a Dios volvemos. Veamos bien: El hombre busca la felicidad, y solo es el Señor aquél lugar perfecto en donde puede ser feliz.
Todo hombre que existe, está llamado a volver a Dios. “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón anda siempre inquieto hasta que descanse en Tí” (San Agustín, 1997, p. 27)
- El sentido temporal de la vida
Cuando ya entendemos este sentido trascendental, podemos ir a lo concreto. Fíjense (si es que siguen ahí todavía) que me salteé una parte de la frase de Escrutopo: “Los humanos viven en el tiempo”. Los humanos no somos seres trascendentales, atemporales, sino que estamos “arrojados” en el tiempo. Santo Tomás nos explica: “Es necesario que haya un principio del ser por el que tengan ser las cosas” (Santo Tomás de Aquino, 2001, q. 65). Lo que existe, necesariamente tiene un principio, el hombre tiene un principio, y ese principio es Dios. Somos, existimos en el tiempo, porque Dios nos ha creado en él.
Lo mismo dice Lewis, en boca del tío infernal: “El Enemigo quiere, por tanto, creo yo, que atiendan (los hombres) principalmente dos cosas: a la eternidad misma y a ese punto del tiempo que llaman el presente” (Lewis, 2016, p. 87). Acá el autor revela otra verdad. Existe un fin trascendental, que es la Eternidad, y un fin concreto, que es nuestro presente. He aquí, amigos, la realidad. Tenemos un sentido eterno, pero también un sentido temporal, dado por Dios desde antes de nuestra concepción. Por eso cuando decimos que la vida tiene un sentido, cuando argumentamos que la vida por nacer tiene valor, debemos preguntarnos ¿Por qué lo tiene? Porque Dios así lo ha dispuesto. Toda persona, nacida y por nacer, Dios lo ha puesto en el presente con un fin.
¿Y cuál es el fin del hombre en este mundo? Parecerá raro, pero ese fin es ni más ni menos que la Glorificación de Dios. Dar gloria es, manifestar, dar noticia de Dios ¿Por qué? Cuando hay una buena noticia o una felicidad, no se guarda para uno, sino que se tiende a compartirla y a transmitirla. Bueno, en este caso, es la misma lógica. Dios, infinito Bien, aquél Bien que nos espera después de la muerte, no se guarda el Bien para sí, sino que nos lo comparte y nos encomienda a que nosotros también lo hagamos con los demás. La glorificación une al presente con la eternidad, une al hombre con Dios, y a todos los que escuchan la noticia. Es la manifestación del Bien Perfecto a través de las palabras y los actos ¿Actos? Sí, actos. La práctica del bien, la virtud que Aristóteles señaló como condición de felicidad, adquiere un sentido más profundo.
Este no es solo un fin temporal, sino que es el fin absoluto del hombre. Ya que el fin trascendental, es decir, la Eternidad, solo podemos alcanzarla si cumplimos nuestro fin en la tierra. Depende entonces, de ese propósito. Pero hay más aún: aunque es verdad que a través de la Glorificación de Dios uno llega a la Felicidad Eterna, mucho más perfecto va a ser cuando realicemos nuestro fin en el tiempo no solamente buscando la Eternidad, sino por amor y devoción al Señor.
Una vida vale, porque esa vida fue concebida para dar manifestación de la Eternidad, lo que en palabras de Lewis es “atender el presente”. En ese sentido, toda vida por nacer cumple un propósito en la voluntad del Padre.
- El sentido, al fin, de la vida militante
Llegando al final del artículo, quisiera agregar algo más. Normalmente uno se pregunta ¿Por qué la vida es tan difícil? ¿Por qué a pesar de todo el esfuerzo que damos, las leyes injustas siguen existiendo y la crueldad, la ineficiencia y la codicia se mantienen en el poder? ¿No hemos dado tanto ya de nosotros?
Amigos: como cité anteriormente, la vida es milicia ¿Qué quiere decir eso? Que nuestra vida será ardua, dura, porque el dar testimonio de la Verdad y el Bien no es una fiesta. El camino de la virtud nos exige esfuerzo, y hasta nuestra muerte nos veremos obligados a presentar el buen combate. La glorificación de Dios es nuestro fin ¡Sí! Pero si también es nuestro mérito para la Eternidad, no será tan sencillo llevarlo a cabo.
Frente a esto ¿En qué nos sostenemos? ¿Qué nos motiva? Nos sostiene Dios, que nos espera al final de nuestros días en su Morada Celestial. Nos motiva el Señor, que nos da un propósito: Defender la vida de los otros, para que cumplan su propósito. Ese acto debe ser para nosotros la Glorificación de Dios, del Sumo Bien, que llevamos a cabo por justicia a Él y por logar el mérito de nuestra existencia. No debemos, entonces, entristecernos. Debemos estar felices y tranquilos de que estamos cumpliendo nuestro objetivo en el mundo.
Nuestros corazones no deben estar puestos en el futuro, o en el progreso, sino en la Gloria Divina ¿Nos atemoriza, acaso, lo que vendrá? ¿Nos atemoriza el porvenir? Lewis nos advierte de eso: Escrutopo dice a su sobrino “Nuestra tarea consiste en alejarlo de lo eterno y lo presente. Nosotros queremos un hombre atormentado por el futuro”. Nos atormentan los miedos al tiempo que se viene, que nos empecinamos a que sea distinto, nos esforzamos y ponemos nuestro fin en él. Pero el fin no está en el tiempo futuro, sino en el tiempo presente en el que realizamos nuestra labor, y en la Eternidad, la cual esperamos.
Nuestra esperanza recae, en fin, en Dios que nos encarga un propósito a realizar, en nuestros hogares, en nuestras instituciones, en nuestro país, en nuestro ahora. Y nuestra esperanza recae en Dios que nos espera del otro lado de la muerte. Desdichado aquél que, teniendo un propósito en este tiempo, lo evita o peor aún, se opone. Infeliz aquél que niega el sentido de la vida. Feliz aquél que realiza su propósito, porque está llamado al Fin Eterno.
El Juglar Prieto
Correo Electrónico: juglarprieto@srbombadil.com
Bibliografía:
AGUSTÍN, S. Confesiones. Colección: Grandes obras del pensamiento. Editorial Altaya. Madrid, 1997.
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco. Editorial Gredos. Madrid, 2019.
LEWIS, Clive Staples. Cartas del Diablo a su sobrino. Editorial Diamante. Buenos Aires, 2016.
ROYO MARÍN, Antonio. Teología de la Perfección cristiana. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1988.
TOLKIEN, J. R. .R. El Señor de los Anillos: La comunidad del anillo. Editorial Minotauro. Buenos Aires, 2003.
TOMÁS DE AQUINO, S. Suma de Teología. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España. Presentación de Damián Byrne O.P. Cuarta Edición. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid. 2001.