“Reciban el Espíritu Santo”: Otro llamado a la Aventura

Bienvenidos nuevamente, amigos. Vengan, arrímense a lo que queda del calor de este fogón, pues hoy les hablaré de las más exquisitas filosofías, y divagaremos en las verdades más bellas, aquellas que son brújula para nuestro transcurso en la vida…

¡Si tan solo comprendiésemos, si conociésemos lo que Dios tiene deparado para cada uno de nosotros! Si tan solo un breve destello nos iluminase la inteligencia. No andaríamos, tal vez, tan a la deriva. Estaríamos más preparados. Seguro empezaríamos a diseñar estrategias, maniobras, a contar tiempo y distancia… todo para estar ya sentaditos, con el bolso en mano para cuando Dios nos llame. Vendrán a buscarnos y nosotros estaremos en la puerta de nuestra casa, ya peinaditos y prolijitos, y diremos “Bueno, ¿Vamos?”

 Pero eso se escucha taaaan PELELE, tan armado, tan superficial ¿No son mejores las sorpresas? ¿No es más gratificante para el corazón aquel bien que no se busca, sino que lo encuentra a uno? Los imprevistos de los planes divinos a veces son más gozosos que los tan estructurados planes humanos, o como diría el Príncipe de las Paradojas: “Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los hombres” (G. K. Chesterton). Es mejor saber que el camarada vendrá, pero sin saber cuándo. El encuentro será más natural, más pleno. Aristóteles, el estagirita, nos diría que el principio de la sabiduría, y en última instancia de la felicidad (pues no hay mayor felicidad que descubrir esas verdades), radica en… ¡el asombro! ¡Ah, gran sabio, acabas de repartirme treinta y tres de mano! Ese es el motor de la dicha, el principio de la felicidad. Un honesto y para nada disimulado asombro (Aristóteles, I, 982a). Pues bien, no hay mejor bien que el que nos asombra con su llegada. Y no hay mejor aventura que la inesperada.

Cuando el Arcángel descendió ese día en que el mundo enmudeció, y entró al hogar de nuestra Madre (Lucas 1, 26-38) ¿no fue acaso eso, amigos, un bien sorpresivo? ¿No fue eso causa de asombro, y comienzo de toda filosofía verdadera? Si Aristóteles hubiese llegado a los tiempos del cristianismo, lo hubiese expuesto como un acertado ejemplo. En definitiva ¿No fue un llamado a una aventura inesperada?

Gandalf el Gris visita a Bilbo Bolsón
(por Ian McCaig)

Bien, bien, por hablarles de un ejemplo más cercano a nuestras temáticas, vean ustedes: En un agujero en el suelo vivía… un hobbit (Tolkien, 2010, p. 8). Su nombre era Bilbo Bolsón. Y sin que se lo hubiese propuesto siquiera, un mago llamado Gandalf tocó a su puerta y le dijo: “Busco a alguien con quien compartir una aventura” (Tolkien, 2010 p. 9). No es difícil imaginarnos la expresión extrañada de Bilbo cuando se percató de que ese alguien era él. En esas primeras páginas, Tolkien comienza una perfecta composición de trama literaria, de conflicto, de suspenso (el amigo del asombro). Y también un armonioso desarrollo de personajes, dado que acá contemplamos y comprendemos al hobbit. Bilbo es alguien modesto, sencillo, pero acomodado, demasiado acomodado. Tanto así que la idea de una aventura no le genera más que rechazo. Menudo hobbit mediocre viniste a buscar, Peregrino Gris.

Bilbo, en términos aristotélicos, es alguien que no posee el sentido del asombro. Por lo tanto, es indiferente al saber, al descubrir. Su corazón se encontraba apagado, horrendamente desmotivado y, a pesar de ser un joven hobbit, sin juventud. Una eminencia, el padre Aníbal Fósbery, diría que tenemos la edad de las cosas que amamos. Esto quiere decir que existe un fervor juvenil que solo se obtiene amando ciertas cosas. Y claro, Bilbo no ama más que su confort, sus comodidades, sus muebles, su comida ¿Cuál es la demostración externa de ese amor? La falta de fervor. Es un joven envejecido.

Ya sé, ustedes dirán: “¿Pero acaso el mundo no sería un lugar mejor si le damos más valor a la comida, al hogar, etc.?” Sacada de contexto, noto cómo esta frase es peligrosísima. No hay que confundir la sencillez con la superficialidad.

¡Pero bien! Aunque le llegó la invitación, el hobbit se niega y se aferra a su comodidad ¿Su actitud es pusilánime? Sí, pero no lo culpamos ¿No somos nosotros los más inseguros ante el porvenir? ¿No nos preocupamos ante lo que vendrá de forma obsesiva? ¿No hemos caído también muchas veces en la mediocridad, negando dejar nuestro confort? Cuando se nos presenta la oportunidad de marcar la diferencia, lo primero que pensamos es en nuestro bienestar. Admitámoslo, comenzar un camino cuyo final no conocemos resulta una idea descabellada. Pero… ¡Ay humanos! ¡Qué manía la nuestra de subestimar a las sorpresas! Años de historia y aún no hemos aprendido que la mejor aventura es la que se presenta sin esperarse, aunque ignoremos cómo va a terminar. Qué aburrido sería un cuento donde el protagonista no hace nada más que estar sentado en su sofá fumando pipa. O qué fastidioso si su desenlace fuese sabido (todos odiamos los spoilers). Son criterios que aplican a los libros… y a la vida real.

¿Vida real? ¿Como en cuáles casos? Ya dije que la anunciación a la Virgen es el hecho paradigmático de las aventuras insospechadas. Pero para poner un ejemplo más acorde a nuestro calendario, avanzaré unos treinta y cuatro años después.

«Pentecostés» (por Jean Li Restout, 1732)

Amigos ¿Cómo podemos describir el inicio del cristianismo sino como una sorpresa? No para Dios, claro, pero para el mundo, era algo inimaginable. Ni los apóstoles en un millón de años habrían sido capaces de descifrar su suerte, y ahí están. Fue esa su aventura inesperada. He aquí el punto de este artículo.

Toda gran aventura comienza con un llamado.  Lo sabían Tolkien, Lewis, Chesterton, De Saint-Exupéry, y lo sabía Jesús. Si no se han hartado de tantas preguntas retóricas, yo les digo: ¿No fue la conformación de la Iglesia un llamado a la aventura? Hagamos memoria: “Jesús los llamó” (Mateo 4 21); y la aventura: “Vayan por el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Marcos 16, 15-20). Sin embargo, esa no fue la verdadera fundación de la Iglesia. Faltaba algo más. Los apóstoles precisaban una confirmación verdadera del llamado. Necesitaban ser incendiados en el amor:

“De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse”

(Hechos 2, 1-4).

No existe, seguidores, mejor palabra que manifieste el sentido de este versículo bíblico que “soplo”. En griego, “soplo” también es psiqué, que significa “alma”, aliento de vida. La venida sobre el Espíritu Santo no es sino un aliento que da a los discípulos una nueva vida. Atemorizados, turbados, no terminaban de entender el mensaje de su Maestro. Necesitaron que ese suspiro despierte una nueva chispa vital en sus corazones. En efecto, el Espíritu Santo había soplado sobre ellos, despertando su fervor.

 Y entonces, la felicidad que precede a la sorpresa: ellos salieron a alabar a Dios, y a dar testimonio entre los hombres (Hechos 2, 5 y siguientes). ¿Acaso esta renovación de vida, no significó sino un llamado? Sí, podemos decir que fue un llamado, en tanto que la Iglesia fue llamada a dar testimonio de Cristo (enviada, por eso son “apóstolos”; y “testigo”, por eso son “mártis”, “mártires”). He aquí donde la fantasía y la realidad convergen, donde el mito y la historia humana coinciden. ¿Qué aventura más bella que el ser apóstol?

Las mejores son inesperadas porque exigen una respuesta audaz. Es un sí o un no. María, Madre educadora, nos lo enseña con su “sí” al llamado del ángel. Los discípulos más tarde siguen el mismo impulso y aceptan inmediatamente ese fuego sagrado que el Espíritu Santo llama a compartir con la humanidad. ¿Y Bilbo? Bueno, no podría decir bien cuál fue ese soplo que hizo que se despertara, luego de la llegada de los enanos, y partiese inmediatamente a reunirse con la compañía, pero… ¡Ah! Fue capaz la canción de los enanos, aquello que incendió su alma de un “amor fiero y celoso, tan fiero como un dragón en apuros”: “Entonces algo de los Tuk renació en él: deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón” (Tolkien, 2010, p. 16). Esplendoroso fervor, hobbit saqueador, que te motivó a buscar lo heroico y lo difícil. Fue ese tu llamado.

Es “El Hobbit” un libro de sorpresa doble: la sorpresa del llamado y la sorpresa del final, pues Bilbo no se imaginaba cómo iba a terminar. En Pentecostés se da, del mismo modo, una sorpresa doble: primero ese soplo del Espíritu Santo, insospechado, pues los apóstoles nunca esperaron algo así, aunque Cristo lo había prometido; y segundo la sorpresa del fin de su recorrido, pues no sabían cómo iba a terminar. La gracia radica en aceptar ese llamado, sin pensar en el destino, como lo hicieron Pedro y los demás ¿Nos perseguirán, nos rechazarán y nos asesinarán? No lo sabemos, es probable, pero acepto esta citación.

Por más que la noche nos cubra este día, por más que negras tinieblas nos acechen incluso durante la mañana, no nos turbemos, ni nos privemos de ver la venida del Espíritu Santo como una convocatoria a una aventura, que aún no termina. Y la experiencia del joven Bilbo, hijo de Bungo, es un empujón al descubrimiento de esa aventura en la historia humana. Una que fue inadvertida, y que exigió un “sí” inmediato y valiente, que despertó en los personajes el asombro, que no es sino indicio de una sabiduría-felicidad inminente.

Hoy, por más que las sombras nos cubran en estas fiestas pentecostales, nuestra llama debe permanecer más viva que nunca. Pero primero debemos recordar que la Iglesia nació de una misión. Nosotros ¿estamos dispuestos a ella?

Amigos, no sé el final de este cuento, no sé que nos depara el futuro, solo sé que nuestras tierras pierden su luz, y lo único con lo que cuentan es con nuestros corazones, incendiados con ese fuego heredado de nuestros Padres y del cual el Paráclito nos hizo custodios. ¡Qué dicha! Hemos sido llamados ¡Qué compromiso! Exige nuestro “sí” valiente. ¡Que las almas intrépidas no se duerman! Que esta fiesta de Pentecostés sea renovación del llamado. Sea una confirmación de nuestro viaje, sin titubeos. Que renazca el fervor aventurero del discípulo y de los hobbits, apagado antes por la inseguridad y la mediocridad, y encendido nuevamente por la llama divina. Y no temamos… dejémonos sorprender. Porque no encontraremos mejor bien que en la aventura de ser cristianos.

Por Juglar Prieto

Bibliografía:

  • TOLKIEN, John Ronald Reuel. El Hobbit. Minotauro. Buenos Aires. 2010.
  • ARISTÓTELES. Metafísica. Extraído de: http://biblio3.url.edu.gt 
  • CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA. Montevideo, LUMEN, 1993.

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