El granjero de Tolkien: jugando con la tradición

por José Moviglia

Introducción

Una vez le conté a un amigo que Tolkien había escrito, además de El hobbit y El señor de los anillos, un pequeño cuento sobre un granjero que mataba dragones. Al comienzo, no me creyó. Costó convencerlo, pero finalmente, después de mostrarle el mapa que Tolkien había hecho para esta historia y las hermosas ilustraciones originales de Pauline Baynes (quien también ilustró otras obras del profesor e incluso de su amigo C. S. Lewis), el rostro de mi amigo se transformó.

“Ah, ahora entiendo. Seguro termina con un final inspirador. Típica historia camino del héroe que viene de orígenes humildes y se vuelve un guerrero épico, como Frodo y Bilbo. Creo que ya vi por dónde va esto…”

Pero aquí tuve que intervenir. “El granjero Giles de Ham” no es como todos los demás relatos de Tolkien. Ni siquiera es similar a la mayoría de las historias de fantasía épica de otros autores. Se trata más bien de una sátira. Una parodia repleta de gags cómicos, giros subversivos de motivos literarios tradicionales y una multitud de juegos de palabras eruditos. Esta es una faceta de Tolkien poco conocida, no solo porque no tiene vinculación directa con los mitos de la Tierra Media, sino también porque parecería ser un caso de todo lo opuesto a ellos.

Sinopsis

“El granjero Giles de Ham” es un cuento corto escrito por J. R. R. Tolkien en 1937 y publicado por primera vez en 1949 (mismo año en que se publicó El hobbit). A continuación, un resumen de su trama:

Giles, un granjero gordo y pelirrojo, disfruta de sus días sin nadie que le interrumpa su holgazanería. De repente, sin embargo, aparece tambaleando por su terreno un gigante tonto, medio ciego y sordo. Los aldeanos cunden en pánico, excepto el gruñón Giles. Él no puede tolerar esta intrusión a su paraíso perezoso, así que agarra su trabuco oxidado (un arma de fuego primitiva) y lo ahuyenta a disparos.

El pueblo celebra. Giles el vago es ahora proclamado Giles el bravo. Su fama, como si fuese un joven Aquiles, se esparce por el reino entero, aunque su barriga delate que no tiene nada de la ligereza y destreza del Pélida. Tal es la grandeza de su gloria, que el mismo rey se vio obligado por honor a visitarle y entregarle una antigua espada, Caudimordax.

De todos modos, los tiempos de fiesta parecen llegar a su fin cuando el torpe gigante vuelve a su guarida y le informa al resto de los monstruos que ya no hay más caballeros valientes en el reino de los hombres. Solo hay “moscas picadoras” (lo cual se refiere a los pedazos de chatarra que Giles disparó con su trabuco). Estas noticias despiertan la malicia del dragón Chrysophylax, y entonces la bestia procede a explorar el terreno.

Una vez más, los humanos se ahogan en el terror. El rey convoca a todos los caballeros para aniquilar a la serpiente, pero, tal como había dicho el gigante, ninguno de ellos está a la altura de la tarea. Parecen estar más preocupados por los escrúpulos de una etiqueta refinada que por las huellas titánicas en el suelo. Lo único que alguna vez han visto de un dragón es su cola en forma de juguete como decoración en tortas parroquianas.

Solo Giles, con su crudeza de conducta y sus picardías de campo, logra hallar al monstruo, engañarlo y vencerlo. Por segunda vez, Giles adquiere un epíteto aparentemente épico: el “matadragones”. Aun así, por más que el rey lo cubra de finas sedas y armaduras y se canten baladas en su honor por los siglos de los siglos, él sigue siendo un gordo craso y refunfuñón. Antes de descansar en los laureles de la victoria, él preferiría estar en su cabaña ruinosa sin otra cosa que hacer más que comer, dormir y, luego, seguir comiendo.

Un cuento irónico

Superficialmente, los elementos no parecerían ser nada distantes de los que se conocen en las sagas de Aragorn o los Bolsón: una comarca tranquila, un monstruo terrorífico, una espada mágica y un héroe inesperado. Pero cuando se observa el modo en que estos elementos son tratados, el cuento de Giles no podría ser más distinto a estas epopeyas. Más que una continuación de la tradición heroica, parece una burla de ella. El texto, lejos de estar en sintonía con las leyendas del Rey Arturo o los Volsungos, da la impresión de hallarse más a gusto entre el Sancho Panza de Cervantes, los Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, y las parodias más recientes de Terry Prachett.

Revisar el final de la trama sería suficiente para confirmar esta intención irónica. Aquí, Tolkien da vuelta una de las imágenes más emblemáticas del mundo épico, especialmente en su versión medieval: el motivo del caballero matadragones. El académico Romuald Lakowski lo describe como un giro paródico “deleitante” e incluso “brillante” de este tipo tradicional de relatos (Lakowski, 2015). El héroe ya no es más un noble lancero, sino un bruto granjero, y, en lugar de tener a su lado a su confiable escudero, tiene un arma de fuego. Asimismo, el dragón no es un demonio cruel y despiadado, sino un cobarde fácil de engañar y de ser domesticado. Toda expectativa de romance caballeresco es invertida.

Este detalle curioso de la domesticación del dragón también le sirve para reírse de una de las características del folklore típico de las casas aristocráticas. Usualmente, en las leyendas de estas dinastías nobles, solía presentarse a su fundador como un aniquilador de serpientes monstruosas. De allí se entiende que símbolos heráldicos en los escudos de armas de reyes y condes porten las cabezas de dragones o alguna otra temible bestia. El cuento, sin embargo, toma esta tradición y hace un chiste de ella. Giles, lejos de ser un guerrero musculoso y bañado en la sangre de su enemigo reptiliano, no vence por la fuerza del acero, sino por la picardía propia de un vago granjero. Los descendientes de Giles contarán historias de cómo su ancestro degolló sin piedad al monstruo cuando en realidad lo trató más como un sabueso patético. Una vez más, la ironía del relato se muestra por sí sola.En ocasiones, las burlas parecerían más directamente orientadas a determinados textos, algunos por fuera del género literario caballeresco (Lakowski, 2015). Por ejemplo, el nombre del perro cobarde de Giles, Gram, es el mismo que el del espantoso can infernal que ronda por los abismos de la mitología nórdica. La espada es también un juego intertextual con los mitos germánicos, pues se asemeja en sus capacidades a los poderes del dios Freyr. La caverna de Chrysophylax, por su parte, remite a las cuevas del codicioso Fáfnir y del maldito Grendel (dos otros monstruos famosos en las leyendas escandinavas), y la pelea que acaba con la herida en el ala del dragón hace eco, un tanto paródicamente, a una instancia parecida en el poema renacentista The Fairie Queene, de Edmund Spenser.

Humor filológico

Sin embargo, las víctimas del humor sofisticado del profesor no fueron solo otras historias, pues Tolkien también se burla de otra cosa que él amaba mucho: las palabras.

Una forma muy ilustrativa en la que esto se lleva a cabo es en el uso del latín para darles sus nombres a los distintos elementos de la trama. Uno puede tomar como primer ejemplo el caso del nombre de la espada “Caudimordax”, que traducida literalmente significaría algo semejante a “muerde colas” o “muerde traseros”.

Otra instancia de este latinismo juguetón es el nombre de un personaje secundario, “Fabricus Cunctator”, un herrero pesimista (Stróżyński, 2022). En español, su nombre sería el “fabricante” (fabricus) “diletante” (cunctator), y, si bien aquí a algunos ya puede surgirles una liviana sonrisa, existe un doble sentido a la denominación. Probablemente, sea una referencia a un personaje famoso en la historia romana llamado Quintus Fabius Maximus Verrucosus conocido también como Fabius Cunctator. Él también solía predecir todo tipo de calamidades para su pueblo (de ahí su apodo “Cunctator”), especialmente en el contexto de la guerra con el temido Aníbal, lo cual indica que Tolkien no era del todo inconsciente de que el herrero vulgar de Ham y deshonesto tenía algún parentesco con el noble personaje romano.

Este mismo nivel de ingenio también se extiende a otros aspectos por fuera del juego lingüístico y la parodia literaria. Cualquiera que vea la forma en que este cuento se presenta a sí mismo podrá corroborarlo. Pues en el prólogo, Tolkien construye todo un origen para su relato. Afirma, en el mismo espíritu que Goethe en las epístolas de Werther o Walter Scott en las aventuras de Waverley, que esta historia no es suya. Proviene más bien de un antiguo manuscrito escrito en “latín insular”. Lo único que estaría haciendo Tolkien es traducir este relato de eventos que supuestamente habrían ocurrido en Gran Bretaña entre los siglos V y VII. Tal es la fineza de esta ficción con la que el profesor enmarca su relato, que él se atreve incluso a adivinar un periodo más puntual para la historia (de nuevo, como si se tratase de una realidad histórica): “Después de los días del Rey Coel [líder legendario del norte inglés], pero antes de Arturo o los Siete Reinos anglosajones.” (Shippey, 2005)

En su estudio de la obra, el académico Tom Shippey no ve ninguno de estos detalles como arbitrarios. Cada referencia, sea a un dialecto de latín extinto o a los reyes legendarios de Britania, responde a una arquitectura imaginaria que Tolkien utilizó para darle la mayor consistencia posible al encuadre de su pequeña sátira. Según Shippey, Tolkien habría ubicado a su relato en la región inglesa de Mercia durante la temprana Edad Media y construido a partir de allí, por ejemplo, numerosos de los chistes vinculados a nombres de localidades.

Tolkien, un filólogo por profesión, juega constantemente con la etimología de pueblitos ingleses. Casi todos ellos tienen, además, alguna relación con Oxford. Un caso es el de la aldea de Worminghall, situada en Buckinghamshire (Garth, 2020). En la historia, este es el territorio que se le entrega a Giles como premio por su proeza contra el dragón. Tomando esta victoria como punto de partida, Tolkien elabora su falsa etimología. Worminghall derivaría de una frase para denotar el dominio del granjero. Esta sería “the hall of Wormings”, es decir, el salón de los Wormings. El término “Wormings” es, a su vez, otro juego filológico, pues, siguiendo una norma en el inglés antiguo, denotaría a “los hijos de Worm”. Algunos asumirían que esto consistiría finalmente en el chiste de llamar a Giles un “worm”, o sea, un gusano. Pero en realidad, como Tolkien y sus colegas bien sabían, no “worm” proviene de una palabra arcaica, “wyrm”, cuyo significado a menudo era “dragón”. De ese modo, Tolkien llega a la conclusión, a partir de premisas parcialmente fabricadas, que “Worminghall” es el salón de los hijos del vencedor del dragón.

Sin embargo, el peculiar sentido del humor no se detiene en etimologías, pues incluso las definiciones de diccionario son víctimas de él.

Algunos de los giros humorísticos más llamativos tienen que ver con la etimología de los nombres de localidades de Inglaterra. En medio de su narración, Tolkien comenta que un grupo de figuras llamadas “los cuatro sabios clérigos de Oxenford” describió al trabuco como “un arma corta con un caño largo que dispara bolas y babosas y capaz de hacer ejecuciones a una corta distancia sin mira acertada (ahora superada, en países civilizados, por otras armas de fuego).” Pero más tarde, cuando Tolkien (como, recuérdese, traductor ficticio) hace su propia descripción, se afirma que esta arma “tenía una boca que se abría como un cuerno y que no disparaba bolas ni babosas, sino cualquier cosa con la que se pueda rellenar”. La explicación continúa:

“No hacía ejecuciones porque raramente estaba cargada, y nunca era disparada. Vera era usualmente suficiente para cumplir su propósito. Y este país no era todavía civilizado, pues el trabuco no fue superado: era de hecho el único tipo de arma que había, al punto de ser muy rara de hallar.” (Tolkien, 1949)

¿Por qué hacer estas digresiones sobre definiciones de trabucos? Porque, aunque hoy muchos lectores no lo comprendan, la contradicción entre estas definiciones esconde una referencia a un hecho que Tolkien y sus colegas habrían reconocido. Ellos, habiendo trabajado en el Diccionario de Inglés de Oxford, habrían entendido que la descripción de los cuatro sabios de Oxenford (el cual, dicho sea de paso, es otro juego etimológico con la localidad de Oxford) en realidad provenía de aquel célebre compendio y que, por lo tanto, la ridiculez de los excursus sobre trabucos trata de una burla hacia el diccionario, ellos mismos y, muy probablemente, a la pretensión de muchos estudiosos de la lengua de encasillar a toda la realidad en casillas de definiciones (Hyde, 1987). Así, lo que parecería un divague superfluo en medio de la narración resulta ser la oportunidad para Tolkien de reírse un poco de sí mismo y de las vanidades del mundo académico en el que circulaba (Shippey, 1997).

Ante tal magnitud de juegos con el lenguaje, no es sorprendente que una de las audiencias que mejor respondió al cuento fue la misma comunidad erudita a la que pertenecía Tolkien. Todas las referencias a leyendas antiguas, latinismos rebuscados y etimologías fabricadas fueron la causa de carcajadas en las reuniones de un grupo universitario al que Tolkien compartió su texto (Stróżyński, 2022). Este grupo, el Lovelace Club, es un producto del tipo de educación humanista que durante siglos dominó el curriculum de Oxford y Cambridge. Eran hombres cuyo estudio de lenguas y literaturas clásicas (Literae Humaniores) los había afilado lo suficiente para captar velozmente todos los chistes, y, efectivamente, todos quedaron encantados con el relato. Tanto había gustado, que se tuvo que esperar al final del cuento para que se apaguen las risas que poblaban el salón.

Conclusión

Ese es el tipo de humor que ofrece este cuento de hadas poco conocido. No es solo el humor del slapstick o de los gags burdos que podrían aparecer en la pantalla de cualquier espectáculo cómico hoy. Es, más bien, el humor de alguien que ha hecho propia toda una herencia cultural. Esta herencia va desde las lenguas clásicas y la geografía de su patria hasta las leyendas germánicas y las crónicas medievales. Y ante un tesoro tan rico como este, Tolkien decide revitalizarlo con su pluma de una forma inesperada para algunos, pero sumamente efectiva: el juego.

Nadie puede jugar si no conoce antes las reglas del juego, y nadie puede reírse de un chiste si no conoce de lo que se trata el chiste. Tolkien juega con su tradición de historias y palabras y demuestra en ello una comodidad que rechaza cualquier tipo de miedo de que estas gemas de la herencia pierdan su brillo. Por lo contrario, él demuestra la seguridad de aquel que conoce y ama a algo tanto, que ya no teme los posibles riesgos en los que pueden incurrir sus juegos. Así, lejos de mantener su tesoro guardado para que nadie lo manche, él lo saca de las sombras y despliega todo su brillo en la creatividad que le permite su familiaridad con él.

Pero este tesoro no es exhibido solo para el disfrute de Tolkien. La luz de las gemas es para todo aquel que posea esa misma familiaridad. Y así como el profesor no dejaba de carcajear con sus colegas en el Lovelace Club, él quiere que cada uno de los lectores de este opúsculo también ría.

En este sentido, este pequeño cuento de “El granjero Giles de Ham” se convierte en una invitación a un mundo nuevo y enorme, mucho más grande incluso que los paisajes épicos de la Tierra Media. Es el mundo de una cultura que hoy solo existe en fragmentos. Por eso, lo más probable es que muchos que lean el texto por primera vez no reconozcan las referencias, no capten el humor y no vean la refinación de los juegos que logra su autor. Sin embargo, nada de esa confusión es permanente. Si uno se empapa en la misma tradición que Tolkien, si habla el mismo lenguaje, si llega a poseer el mismo tesoro, finalmente podrá reír con el profesor.

BIBLIOGRAFÍA

  • Tolkien, J. R. R. (1949). Farmer Giles of Ham. George Allen & Unwin. Traducción propia.
  • Shippey, T. (2005). The Road to Middle-Earth: How J. R. R. Tolkien Created a New Mythology. HarperCollins.
  • Shippey, T. (1997). «Introduction». Tales from the Perilous Realm. HarperCollins.
  • Garth, J. (2020). “Looking for Middle-Earth? Go to the Middle of England”. Literary Hub.
  • Stróżyński, M. (2022). “The Joys of Latin and Christmas Feasts: J.R.R. Tolkien’s Farmer Giles of Ham”. Antigone.
  • Hyde, P. N. (1987). “J.R.R. Tolkien: Creative Uses of the Oxford English Dictionary”. Mythlore. 14 (1). Article 4.
  • Lakowski, R. I. (2015). “‘A Wilderness of Dragons’: Tolkien’s Treatment of Dragons in Roverandom and Farmer Giles of Ham”. Mythlore. 34 (1). Article 8.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio