por Julián Segura
En el primer capítulo del libro “De otros mundos”, compendio de ensayos y relatos del escritor C. S. Lewis, el autor reivindica la importancia de la fábula, sus elementos constituyentes, por sobre la construcción de personajes y, sobre todo, por sobre la simple “emoción” que pueda generar una historia.
Lewis nos habla de que los detalles que constituyen una buena historia nunca son arbitrarios, siempre poseen un carácter que despierta sensaciones profundas en la imaginación de los lectores. La fábula, aquella sucesión de elementos imaginados, debe tener no solo cohesión entre sus escenas, sino también una serie de factores que despierten ciertos estímulos más profundos. Al hablar de la novela de aventuras, en la que lo importante es la trama y no tanto la evolución de los personajes, pone en primera instancia la construcción de la ambientación, dejando en un segundo plano la exaltación de las emociones. Estas, dice él, se medirían en grados: mientras más arriesgado el peligro que los personajes deben sortear, más emocionante. Pero nos dice Lewis que “tiene que haber en tales historias un placer distinto a la mera emoción”, refiriéndose a que no solo debe existir el miedo o la turbación, sino que aquel peligro debe poder remitir a algo más; el acontecimiento debe estar construido y ambientado de tal manera que genere ese “algo más”. Con un ejemplo como «Los tres mosqueteros», Lewis hace una distinción entre la emoción que la supuesta mejor novela de aventuras provoca y la sensación más profunda a la que él se refiere y que no encuentra en dicha novela.
Tal vez existan lectores o cinéfilos que no busquen en una historia más que la exaltación de sus emociones: el miedo, la sorpresa, la adrenalina. Esta postura es válida, pues no toda historia está destinada a tocar fibras más sensibles, pero Lewis intenta rescatar la importancia de la fábula, de los hechos imaginados, haciendo una comparación del arte con la vida. En el arte, al exponer a los personajes a ciertas situaciones, es posible vislumbrar lo contemplativo, lo que las perspectivas de la vida real excluyen. En las buenas historias, la escena no solo debería generar la emoción que busca, sino mostrar aquello que lo rodea y que, si sucediera en la vida, estaríamos tan inmersos en el peligro que se nos pasaría por alto. “[…] la tensión interna entre el tema y el argumento, que existe en el corazón de toda historia, constituye su mayor semejanza con la vida”. Incluso invita a la relectura, pues esta, librada de la emoción de la sorpresa y de la curiosidad del principio, mantiene ese “algo más”.
Menciona, además de varios ejemplos literarios y del cine, los cuentos de hadas. En ellos, dice, tanto los personajes (seres casi antropomórficos) como los acontecimientos, son tan extraños que da la sensación de que la historia no tiene un fin más que entretener por un rato. Pero, en cierto sentido, ninguno de todos sus elementos es arbitrario, pues pareciera ser la vida de los adultos desde el punto de vista de los niños. En ellos, como en las tragedias griegas, se combinan el destino y el libre albedrío, hablándonos de temas importantes por debajo de la capa de lo maravilloso y lo extraño. La idea de lo ajeno, de lo otro, tiene su mayor peso en la imaginación, y por eso es importante la ambientación, la construcción de la historia, el estilo, los diálogos.
Pero, casi al final, Lewis se encuentra con la dificultad para mantener a lo largo de la trama ese estado que ha intentado definir en el capítulo. La red de acontecimientos intenta atrapar eso que en la vida real no logra encarnarse, para verlo bien, pues no existe un verdadero final, siempre sobreviene un momento después que logra romper con ese estado. A pesar de todo, vale el esfuerzo del intento, no solo en las historias que leemos, sino en nuestras propias historias: intentar asir algo no sucesivo dentro de la trama sucesiva de nuestras vidas.