Cuando escribí “apuntes sobre la Eucatástrofe” prometí una serie de reflexiones sobre la Caída, el Edén y la Eucatástrofe. Hemos dicho que uno de los elementos que condicionan nuestra necesidad de “eucatástrofe” es la “Caída” o el pecado. Esta tiene distintos aspectos: como causa, podemos señalar la finitud del ser humano. En cuanto a la Caída en sí, podemos hablar del pecado original o de los pecados particulares de las criaturas racionales, pero en cualquier caso, se trata del problema de la introducción del Mal en el mundo. En este artículo intentaremos dilucidar algo a ese respecto.
La idea de la Caída parece ser una constante en los universos “subcreados”. Dice Tolkien en una de sus cartas que “No puede haber ningún ‘cuento’ sin caída —todos los cuentos son en última instancia acerca de la caída—, cuando menos, no para las mentes humanas tal como las conocemos y las tenemos”1. Además, toda la obra literaria de Tolkien, según sus palabras, “trata sobre todo de la Caída, la Mortalidad y la Máquina”. Esta cuestión, por lo tanto, es central.
¿Por qué es tan importante la cuestión del pecado? ¿De dónde surge el pecado?
En Tolkien, la idea de “caída” va inevitablemente ligada a la de “mortalidad” (de la que hablaremos en otro artículo): “este deseo, a la vez, se relaciona con un apasionado amor por el mundo primordial real y, por tanto, pleno del sentido de la mortalidad, aunque insatisfecho de él”. Creo que para entender esto es crucial conocer la importancia que tiene en Tolkien la jerarquía ontológica y el desorden cósmico que genera el pecado. Para eso, tendré que hacer una pequeña digresión filosófica.
Podríamos hablar de dos tipos de pecado: uno que es por la debilidad de nuestra naturaleza, porque nos dejamos llevar por las pasiones, por nuestra dificultad para resistir ante un mal que nos hostiga; y otro que es por soberbia. Este es el pecado del que habla Tolkien relacionado con el “poder”. A mi entender, la raíz de todo pecado por soberbia está en que nosotros, como criaturas racionales, somos herederos de algo divino. Este es nuestro sello, que constituye nuestra gloria pero también la condición de nuestros males.
Hay dos maneras de ser o poseer algo: una es por esencia. Por ejemplo: el hombre es, por definición (al menos así lo entendieron los clásicos y la principal tradición filosófica occidental), animal racional, es decir, le corresponde por naturaleza el ser racional, por ser capaz de pensamiento conceptual. Si no le correspondiera, no sería hombre. Por tanto, es necesario que todo hombre sea por naturaleza racional. Pero eso implica, también, algunos accidentes propios, como la capacidad de reírse. O la capacidad de subcreación. Todo eso nos pertenece por lo que somos. La otra manera es por “participación”. La idea de la participación proviene de los platónicos y significa que alguien goza de determinada cualidad, no porque sea suya, sino porque se la transfiere un otro que la posee por esencia y que por amistad o por algún otro tipo de unión (tiene que haber una unión entre el que posee la cualidad por esencia y el que la posee participadamente; si no, no habría transferencia posible). Así, los invitados a una boda participan de la alegría de los novios, no porque les corresponda por lo que son (los invitados no son los novios), sino porque por la amistad que les une a los novios, estos quieren concederles, de una manera análoga, la misma alegría que tienen ellos (“análogo” significa que no es exactamente la misma alegría, sino en la medida en que ellos pueden gozar de ella como amigos).
Ahora bien, sucede que en el caso de los hombres (y de todas las criaturas), aquello que tienen de más valioso, aquello que los define por completo, aquello que cada uno de ellos es radicalmente, el acto de ser, es participado, como dice santo Tomás: “Así como lo que tiene fuego y no es fuego es fuego por participación, de la misma forma lo que tiene existencia y no es existencia, es ser por participación” (Suma Teológica, I, q. 3, a. 4, in c.). Esto no significa que nuestro acto de ser no nos pertenece, sino que no puede explicarse por nuestros principios esenciales: no nos pertenece por lo que somos, sino como un “don”.
Es una gran paradoja, y por eso es la fuente de muchas divisiones internas: lo más nuestro es algo que no es nuestro por esencia. Por eso Nietzsche decía: “si hubiera dioses, ¿cómo podría soportar no ser uno de ellos?”2 El conocimiento de que somos esencialmente dependientes puede ser verdaderamente angustiante.
Y este conocimiento puede provocar distintas rebeliones, más o menos conscientes. Por ejemplo, la Caída de los ángeles, que tuvo que ver con “querer ser como Dios”, pudo darse de dos maneras, según santo Tomás de Aquino: o bien el Diablo buscó como fin último solo aquello que podía conseguir por sus propias fuerzas, o bien buscó el fin último sobrenatural que le correspondía, pero deseó llegar a él por sus propias fuerzas, y no por gracia divina, que era la única manera en que podía acceder a él. Y sin embargo, dice santo Tomás, sea cual sea la causa de su apetición desordenada, “de aquel apetecer se siguió que quisiera dominar todo lo demás”3.
Volviendo a Tolkien, también para él el pecado espiritual está relacionado con un desorden en la “voluntad de dominio”: “‘poder’ es una palabra ominosa y siniestra en todos estos cuentos, salvo cuando se aplica a los dioses”. Se trata de un desacuerdo primigenio con la dependencia de Dios en uno u otro aspecto. El desorden en la voluntad de poder puede darse de distintas maneras. Tolkien menciona dos vertientes principales: la primera, el deseo de la sumisión del juicio o las voluntades ajenas a los propios, es decir, un deseo de que nuestras propias fuerzas sean más grandes de lo que realmente son (así se manifiesta en Sauron), y esto lleva a la perversión de la naturaleza con la “magia” y la Máquina. La segunda, el excesivo apego a conservar lo propio: la vida, la belleza, o en última instancia, procurar como fin algo que debería ser un medio (la tentación de los elfos). Esto es, “en realidad, un ataque velado contra los dioses, una incitación a intentar hacer un paraíso separado e independiente”. Los Anillos de Poder fueron creados, precisamente, con estas funciones desordenadas:
El principal poder (de todos los anillos por igual) era el de evitar o disminuir la velocidad del deterioro (es decir, el «cambio» visto como algo lamentable), la preservación de lo que se desea o se ama, o la de su apariencia: éste es más o menos el motivo élfico. Pero destacaban también los poderes naturales del poseedor, acercándose así a la «magia», un motivo que fácilmente puede corromperse y volverse malvado, como un deseo de dominio.
En conclusión, podemos decir que hay un deseo de divinidad en el ser humano que, por el choque con la experiencia de la propia finitud, puede desordenarse de distintas maneras. Cuando se desordena, se manifiesta como una voluntad de poder o dominio, sea en el sentido de conservar lo propio al extremo de querer transformar lo finito en infinito, sea en el sentido de apropiarse de lo ajeno.
NOTAS
1 Todas las citas de Tolkien están tomadas de la carta 131 a Milton Waldman: H. Carpenter, Las cartas de J. R. R. Tolkien, Minotauro.
2 F. Nietzsche, Así Habló Zaratustra, Booket, p. 50.
3 Tomás de Aquino, Suma Teológica, Iª, q. 63, a.3.
BIBLIOGRAFÍA
- NIETZSCHE, F. (s.f.). Así habló Zaratustra. Booket. http://www.ucm.es.
- TOLKIEN, J. R. R. (1993). Carta 131 a Milton Waldman. En H. CARPENTER, ed. Las cartas de J. R. R. Tolkien. Minotauro. ISBN 978-84-450-7121-2.
- TOMÁS DE AQUINO. (2000). Summa theologiae. En: E. ALARCÓN, ed. S. Thomae de Aquino Opera Omnia [en línea]. http://corpusthomisticum.org.